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Población carcelaria, dispositivos de reclusión y políticas públicas de reinserción social: una perspectiva de género
 
Wittner, Valeria
Universidad de Buenos Aires (UBA)
Asociación Sistémica de Buenos Aires (ASIBA)
 

 

Introducción

El aumento de la población carcelaria es una tendencia en alza en todo el mundo. En el caso particular de las mujeres privadas de su libertad esa tasa creciente exhibe un incremento aún mayor que la de los hombres. La Argentina no es ajena a esta tendencia, que incluye aspectos novedosos en la generación de delitos atravesados por cuestiones de género. Pese a ello, y al interés mostrado por otras disciplinas en el tema, la producción académica de la Psicología local ha referenciado poco sobre la salud mental de las mujeres en contextos de encierro.

Se propone aquí una perspectiva de esta situación como un fenómeno que excede el momento particular de estar alojado en una unidad penitenciaria. La “vida entre rejas” va más allá de los muros de la cárcel: comienza antes y continúa aún después de haber recuperado la libertad. Al mismo tiempo, una perspectiva psicosocial centra su mirada no solo en la persona, sino en el sistema amplio en el cual ella está inserta, que abarca el contexto social, geográfico, económico e histórico.

A partir de los resultados de tres investigaciones realizadas, dos de ellas en el marco institucional de la Facultad de  Psicología de la Universidad de Buenos Aires (Wittner, 2014-2016; Wittner, 2016; Wittner, 2017-2019) se explora aquí la vida en prisión como un proceso amplio y complejo que está compuesto por tres momentos diferenciados: una situación social inicial de vulnerabilidad previa a la entrada a prisión; el suceso de la detención mismo, la estadía entre rejas, que supone la inclusión en un dispositivo de aislamiento social y vulneración de oportunidades; y un tercer momento que cierra el círculo que es la vida post prisión, con todas las dificultades que conlleva la intención (muchas veces frustrada) de promover la reinserción social. Se entiende que un punto de vista abarcador de estos tres momentos permitiría abordar las cuestiones de salud mental de las personas en situación de encierro, y las políticas públicas que las contemplan, de una forma más ajustada, dado que cada uno de estos tres tiempos tienen características propias, a la vez que se realimentan entre sí, fomentando una pobre funcionalidad global del sistema. 

 

La situación de la población carcelaria en la Argentina y en el mundo

Al adentrarse en la temática de las mujeres privadas de su libertad resulta llamativo el dato ya mencionado de que ha sido exponencial el crecimiento de esta población en todo el mundo. Este aumento no se puede explicar en términos del crecimiento de la población mundial: las cifras de las Naciones Unidas indican que la población mundial aumentó solo un 21% entre mediados de 2000 y mediados de 2016, mientras que el número de mujeres encarceladas aumentó un 53% desde el año 2000 (cuando se estimaba que era de 466.000 mujeres). Tampoco puede explicarse por el crecimiento en el número total de personas presas: la población carcelaria masculina en todo el mundo ha aumentado alrededor de un 20% desde el año 2000 (Walmsley, 2017; 2018).

Pensando este aumento según los continentes, se encuentran los siguientes datos. En África el aumento ha sido algo menor que el aumento en la población general del continente, y en Europa el aumento en el número de presos ha sido similar al aumento de la población general. En contraste, los aumentos en la población carcelaria femenina en el continente americano, en Asia y en Oceanía han sido aproximadamente tres, cuatro y cinco veces mayores, respectivamente, que los aumentos en la población general de esos continentes.

Walmsley (2017) sostiene que la comparación de los datos obtenidos en los últimos años sugiere que la población carcelaria femenina en todo el mundo todavía puede estar aumentando a un ritmo más rápido que la población carcelaria masculina en todo el mundo. Hace dos años, los aumentos desde 2000 fueron de alrededor del 50,2% para las reclusas y del 18,1% para los reclusos; en la actualidad estos aumentos son aproximadamente 53, 3% y 19, 6% respectivamente.

En nuestro país en particular, un informe elaborado por la Defensoría General de la Nación, la Procuración Penitenciaria y el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS, 2011) señala que la población femenina carcelaria ha crecido la extraordinaria cifra de un 350% entre los años 1990 y 2007.

 

Instituciones totales y construcción de significado

Se entiende la cárcel como una institución social total, que impone una construcción rígida, única y limitante que, mediante un proceso de prisionización, impone la alternación de la identidad (Wittner, 2016b).

Todo desarrollo humano ocurre siempre en contexto, implicando un intercambio permanente entre el sujeto y los ambientes ecológicos -sociales, culturales y físicos- en los que se halla inserto. Al definir el desarrollo humano de esta manera, Bronfenbrenner (1987), psicólogo ruso americano y autor clásico en el pensamiento sistémico, refiere que los procesos psicológicos deben estudiarse necesariamente en los ambientes reales en los que los seres humanos viven.

Pueden definirse desde esta perspectiva cuatro niveles interconectados entre sí: micro, meso, exo y macrosistema. Estos caracterizan y dan cuenta del contexto en el que las personas están insertas, planteados como un conjunto de sistemas concéntricos en un mapa de red. Cada nivel o sistema supone una dinámica y un tempo particular, a la vez que se afectan mutuamente. En este marco, toda conducta del sujeto debe ser entendida en ese contexto en el que se desarrolla y del que cual es un fenómeno emergente, producto de la complejidad que esta supone, así como también las modificaciones que uno o varios eventos de la vida del sujeto en cuestión generan en estos niveles (Bronfenbrenner, 1987). Desde esta perspectiva, toda persona es un sujeto interaccional, cuya identidad es una construcción dinámica, producto emergente de su relación con su medio ecológico, marco multidimensional en el que ese sujeto está inmerso y le da contexto (Bateson, 1972/1998).

¿Qué pasa entonces con el sujeto social cuando es encerrado en una institución cerrada y total como es la cárcel? Ir detenido puede pensarse como una transición ecológica, como las que se producen cuando, por algún motivo, la posición de una persona en su ambiente se modifica a consecuencia de un cambio de rol, de entorno o ambos a la vez. En un determinado momento, producto de determinadas circunstancias, las situaciones pueden llevar a que entornos más lejanos puedan pasar a convertirse en ambientes más próximos, o viceversa.

Las características específicas que imprime la cárcel a esta transición ecológica deben pensarse como emergentes de su propiedad de ser una institución social y total.

La institución penitenciaria es producto de una práctica social que involucra un devenir histórico, social. En tanto construcción social articula diversas dimensiones heterogéneas (lo político, lo cultural, lo social y lo económico, entre otras variables), y a su vez puede ser pensada como una estructura social, económica, política, judicial con una idiosincrasia determinada. Está inmersa en, y a la vez vinculada a un contexto que le da sentido a su existencia y le imprime determinadas características más o menos generales y compatibles en diferentes lugares del mundo. Su existencia tiende a naturalizarse de manera tal que estimula la creencia de que ha existido siempre y por ende, se ve obstaculizada la posibilidad de promover un pensamiento más complejo que considere a la cárcel como una de las formas posibles de respuesta social ante el delito, más que como única opción.

En este punto resulta interesante incluir la definición de institución que proponen Berger y Luckmann en La construcción social de la realidad (1968/2008). Los autores definen que los actores sociales que conforman una institución organizan sus acciones habituales en torno a normas mediante las cuales clasifican y ordenan la realidad de sus intercambios cotidianos. Es en su misma existencia e historicidad -en tanto historia compartida de actores que involucra hábitos y conductas sostenidas en el tiempo- que las instituciones suponen el control del comportamiento de las personas, estableciendo pautas que definen expectativas de acción. En este sentido, se puede referir que toda institución es de carácter social en tanto se trata de una producción y construcción humanas, acontecidas en un proceso histórico social determinado. Y es en esa dialéctica constructiva que se sostienen sus características de historicidad y objetividad.

El mundo institucional es experimentado por los individuos como una realidad objetiva, como si tuviera una realidad propia que se presenta al individuo como un hecho externo y coercitivo. La institución entonces parece existir como algo externo, inevitable, que resiste al cambio y la modificación, presentándose al sujeto como evento innegable.

Por otro lado, la institución carcelaria como institución social es un instrumento fundamental del sistema penal, dadas las funciones que el Estado le ha otorgado para cumplir el objetivo de controlar, aislar y resocializar a quienes se han comportado de manera desviada de la norma social (Aparicio, 2011).

En tanto institución de alojamiento, la cárcel atraviesa todos los ámbitos de pertenencia de un sujeto. Involucra una reorganización global y masiva de la vida a partir de la cual toda posibilidad de establecer y mantener vínculos sociales queda controlada, encuadrada y definida por la institución penitenciaria. Queda limitado –en algunos casos de forma total- el contacto con el exterior y rígidamente regulado el contacto con el interior. El uso del tiempo, del espacio, del ocio se estructuran y las tareas cotidianas se programan bajo una grilla rígida y limitante por naturaleza. Hasta las actividades más simples están reglamentadas y controladas en cuanto a su duración, lugar y formas de realizarlas. Esto provoca que al momento de ingresar a la cárcel, el sujeto deba realizar un gran esfuerzo para conocer y adaptarse a las reglas que la prisión posee –en su mayoría no explícitas- en pos de su supervivencia.

Esta propiedad de abarcar la vida completa del sujeto que en ella reside, característica fundamental de la institución carcelaria, es lo que el sociólogo Ervin Goffman definió –al igual que en el caso de las instituciones psiquiátricas- como institución total: “lugar de residencia y trabajo, donde un gran número de individuos en igual situación, aislados de la sociedad por un período de tiempo apreciable, comparten en su encierro una rutina diaria, administrada formalmente” (Goffman, 1961/2001, pp.13).

Si hay un rasgo que distingue a este tipo de instituciones es la ruptura del ordenamiento social básico de la sociedad moderna. En primer lugar porque suprime la distinción de espacios diferenciables para la realización de actividades –trabajo, juego y descanso. En segundo lugar, porque inhibe la posibilidad de interactuar con diferentes participantes. En tercer lugar, porque no permite la experimentación de una diversidad de autoridades, y por último, porque la vida del sujeto allí alojado depende de un plan organizativo rígido y no modificable –al menos por él. Todas las actividades estrictamente programadas se realizan en conjunto con una gran cantidad de miembros en función de cumplir el objetivo institucional –sea jurídico, sea psiquiátrico, y en un espacio único en el que se desarrollan todas las dimensiones de la vida, bajo una única forma de autoridad (Goffman, 1961/2001).

Esto ha llevado a algunos autores (Daroqui, Guemureman, Pasin, Lopez, & Bouilly, 2008) a proponer que la cárcel sustenta su funcionamiento en el manejo del tiempo y el espacio, generando aislamiento vía la ubicación de los sujetos en un nuevo espacio panóptico, en el que también se controla el tiempo a través de la modulación de la pena (el concepto de panóptico fue planteado por Jeremy Bentham en 1791).

Los obstáculos que se oponen a la interacción social con el mundo exterior, y un mundo interior panóptico en el que todo resulta “alcanzable a la mirada”, de manera real o imaginada, definen a la cárcel como institución total. Ingresar a prisión no puede menos que suponer una brusca modificación del contexto de las personas, dado que supone una reorganización total de las áreas de sus vidas. Una masiva transición ecológica que conlleva una necesaria modificación de la posición social, así como de los roles y funciones respecto de sus diferentes entornos, no puede no tener consecuencias en la salud mental de quienes habitan tras sus muros.

 

Prisionización, identidad y alternación

En síntesis, el régimen carcelario se caracteriza por definir y dirigir completamente la vida de los sujetos, lo cual favorecería un proceso de pérdida sistemática del control sobre la propia vida, que a la vez deteriora la disponibilidad de recursos y el funcionamiento de las redes sociales personales (Valverde Molina, 1991). Esto provocaría, entre otras cosas, la pérdida de valores como la seguridad, la privacidad y la identidad social.

Se puede pensar la entrada en la institución penitenciaria como una situación de crisis en la vida de un sujeto, originada por la pérdida de control, suponiendo un antes y un después de la vida en prisión. Esta situación es crítica en tanto el impacto que provoca la misma detención, como sus efectos a lo largo del tiempo, tienen repercusiones en la salud mental de los sujetos que se encuentran en dicha situación (Wittner, 2016).

La vida penitenciaria implica el aislamiento del sujeto de sus vínculos naturales y la entrada a un grupo de normas o subcultura a las que tendrá que adaptarse para sobrevivir. Este proceso gradual ha sido definido por algunos autores como prisionización (Crespo & Bolaños, 2009), término originalmente propuesto por Clemmer en 1940 y que continuó siendo estudiado e investigado (Crespo & Bolaños, 2009; Wheeler, 1968).

A medida que las personas ingresan a prisión asumen roles, costumbres y valores que son propios de ésta. Proceso de adaptación y modificación esperable que hace el sujeto y que conlleva dificultades en las posibilidades de adecuarse y relacionarse con la vida extramuros, afectando su posibilidad de crear y mantener vínculos sociales más allá de la cárcel. Todos los vínculos y conductas del sujeto quedan mediatizados por la vida penitenciaria, y la cárcel termina imponiendo su propia lógica, haciendo de la institución el laboratorio de transformación necesario para encaminar el proceso de alternación (Wittner, 2016b).

Berger y Luckmann (1968/2008) definen la alternación como un proceso de resocialización asemejable a la socialización primaria, en cuanto a la importante carga emocional de la interacción. A diferencia de aquella, la alternación implica desintegrar la anterior estructura nómica de la realidad. Por ello, los autores afirman que la condición social fundamental de este proceso es la disposición de una estructura de plausibilidad eficaz, es decir, una base social que funcione como laboratorio de transformación. Su requisito conceptual más importante es el de disponer de un aparato legitimador que suponga no sólo el aval de la realidad nueva, sino el repudio de todas las que se presenten como alternativa, convirtiéndose esta realidad nueva en la única alternativa posible.

La institución carcelaria, cerrada, total, laboratorio de transformación y resocialización perfecto, de cuyo aparato legitimador forman parte tanto los detenidos como, y sin ser menos importante, el personal del servicio penitenciario mismo.

 

Mujeres entre rejas: género y construcción social

El interés de diversas disciplinas por las cuestiones de género en el marco de la institución carcelaria es creciente. La situación particular de las mujeres en el sistema carcelario, y sobre todo lo que respecta al tratamiento que reciben en las cárceles, es un tema que actualmente ocupa a antropólogos sociales, sociólogos, criminólogos (Antony, 2007; Azaola, 2010; Cervelló Donderis, 2006; Leiro, 2011; Yagüe Olmos, 2007; Yagüe Olmos & Cabello Vázquez, 2005). Pese a tal crecimiento, como se ha dicho, la Psicología en nuestro país no se ha ocupado de la situación de la salud mental de las mujeres en prisión. En cuanto a las políticas penitenciarias, se observa generalmente gran dificultad en el reconocimiento de la complejidad de las características tanto sociales como personales que hacen a las mujeres vulnerables a la entrada y estadía en el mundo penal, así como se observa también una falta de entendimiento de sus necesidades de alojamiento particulares (Yagüe Olmos, 2007; Galván, Romero, Rodríguez, Durand, Colmenares, Saldivar, 2006; Antony, 2007; León Ramírez y Roldán González, 2007; Arduino, s. f.).

Desde el marco de la psicología social construccionista comprender el efecto de la privación de la libertad en la salud mental de las mujeres requiere, como se ha dicho, tener

en cuenta las condiciones en las que estas llegan al circuito penal por un lado y, por el otro, los efectos que produce en sus vidas y las de sus familias la situación misma de encarcelamiento.

Cuando pensamos en las condiciones que hacen a la entrada de la mujer en el sistema penal, la exclusión social aparece como factor promotor fundamental de vulnerabilidad (Yagüe Olmos & Cabello Vázquez, 2005). Marginalidad económica, social y educativa, así como las serias dificultades de inserción en el mundo laboral, todas ellas vinculadas de alguna manera a la condición de género, sea por ser madres y cabeza de familia, sea por la creencia misma de que son inferiores por su condición de ser mujer. El género se impone como un factor fundamental en la promoción de diversas formas de exclusión (Azaola, 2010).

A esto pueden agregarse algunas otras situaciones que actualmente son planteadas como promotoras de vulnerabilidad en relación al ingreso de las mujeres en el sistema delictivo y penal: vidas difíciles, exposición a situaciones de violencia física, psicológica y/ o sexual desde temprana edad, dependencia emocional de sus parejas, quienes muchas veces son los primeros en entrar en la cadena delictiva (Antony, 2007; Arduino, et al., s.f.; Azaola, 2005; Galván, et al., 2006; Yagüe Olmos, 2007).

El encierro podría pensarse entonces como corolario de un proceso de desafiliación más amplio y anterior a la detención en sí misma. Castel (2009) refiere el proceso de desafiliación en tanto debilitación de las redes que posibilitan la pertenencia a una estructura social que ofrezca protección. Fenómeno global en el cual la cárcel funciona como dispositivo de sobrevulneración que se completa luego con los efectos estigmatizantes que provoca la salida.

Cuando reflexionamos acerca de los efectos del encierro en las mujeres no podemos dejar de tener en cuenta el impacto mucho mayor –en su comparación con los hombres en prisión- debido al rol social que éstas cumplen. En su mayoría son cabeza de familia, son las que unen a la familia, son cuidadoras de hijos y familiares, mantienen los lazos familiares (Wittner, 2016; Wittner, 2017-2019) . Todos estos vínculos significativos quedan automáticamente mediatizados por la institución penitenciaria (visitas, llamadas telefónicas, cartas), lo cual supone que una gran cantidad de ellos se pierdan o deterioren, generando que la persona quede cada vez más atrapada en la institución carcelaria y sus reglas.

Además, a raíz de la propia estructura edilicia y de distribución de los lugares de alojamiento del sistema penitenciario, es probable que las mujeres queden alojadas a bastante distancia física de sus familias, lo cual dificulta aún más el contacto familiar y la posibilidad de ser visitadas. Uno de los aspectos más traumáticos para las mujeres detenidas es la pérdida de sus hijos, la falta de contacto con ellos, no saber muchas veces al cuidado de quién están y si las van a poder visitar algún día (Wittner, 2016, Wittner, 2016c).

El perder el contacto con sus hijos, el no saber qué pasó con ellos, sumado al hecho de que frecuentemente son abandonadas por sus parejas, luego por sus familiares y amigos (mucho más que los hombres en la misma situación), son de las problemáticas que más afectan la salud de estas mujeres, su bienestar físico y emocional (Carcedo González & Reviriego Picón, 2007). El encierro trae aparejado desmembramiento familiar y aislamiento, pudiendo considerarse esta situación como una pena que se agrega a la condena (CELS, 2011).

 

Encierro y salud mental: un relevamiento realizado en la Argentina

Un estudio empírico realizado por la autora en el año 2008, en las unidades 8 y 33 del Servicio Penitenciario Bonaerense de la localidad de Los Hornos (La Plata) (Wittner, 2016), que incluyó una muestra de 83 mujeres argentinas alojadas sin sus hijos en la unidad penitenciaria arrojó interesantes resultados con respecto a las condiciones de salud mental de las mujeres presas. El 75% tenía entre 18 y 40 años; el 54% eran solteras; el 85,5% tenía hijos; el 87% había terminado el secundario; el 59% refirió haber sufrido violencia doméstica; el 59% tenía menos de 2 años de detención y el 29% entre 2 y 5 años; el 70% no era reincidente. El 69% de la muestra relevada presentó sintomatología depresiva en niveles severos (33%) o moderados (39%). Se constató, asimismo, que la prevalencia de sintomatología psicopatológica en mujeres privadas de su libertad es mayor que en las mujeres de la población general. Dentro de los indicadores de síntomas depresivos, prevalecieron los sentimientos de tristeza, soledad y preocupación, asociados en muchos casos a ideas de muerte. Al mismo tiempo, esta investigación encontró (al contrario de lo que se podría suponer intuitivamente) que la presencia de síntomas depresivos correlacionaba positivamente con el contacto que estas mujeres mantenían con sus redes sociales personales externas, es decir, la cantidad de visitas o contactos telefónicos o por carta que mantenían con sus familiares o amigos al momento del relevamiento. Esto es, a mayor contacto o contacto más fluido con sus redes sociales externas, mayor presencia de síntomas depresivos. ¿Cómo se explica esto? El hallazgo resulta un buen parámetro para dimensionar el nivel de conflictividad que generaría para el sujeto la situación de encierro, al perder el control de su vida, regular sus vínculos y redes personales y trastocar todo su entramado interaccional previo a la detención. Un nivel de conflictividad aún mayor que el que supondría el aislamiento total o la ruptura definitiva con las redes sociales externas. En esta dirección, el estudio encontró una correlación negativa entre la prevalencia de la sintomatología depresiva y el tiempo de encierro, es decir: a mayor tiempo de encierro, los síntomas de depresión disminuyen. Esto es, el malestar subjetivo decrece a medida que el tiempo de detención aumenta y el sujeto pierde cada vez más su familiaridad y su vínculo con el afuera. La conclusión principal que se impone es que el ambiente penitenciario favorece el malestar subjetivo y la aparición o el aumento de psicopatología. Más allá de que esto resulte evidente, y justamente por eso, esta problemática debería ser abordada por la disciplina psicológica y sus distintas especialidades en toda su complejidad, y no asumida como un hecho per se, sobre el cual no cabe intervenir o esperar algún cambio. Al mismo tiempo, si la recuperación del bienestar personal se asocia en teoría con la posibilidad de establecer vínculos y redes sociales saludables, habría que preguntarse qué tipo de vínculos e interacciones propicia la situación carcelaria (intra o extra muros), para que, en lugar de promover la salud, estos vínculos, cuando logran desarrollarse, con todos los obstáculos y limitaciones que implican, la perjudiquen aún más.

 

Los tres momentos de la situación de prisión

Como ya se dijo, desde una perspectiva psicosocial puede entenderse la situación de prisión como un fenómeno complejo que excede al momento particular de estar alojado en una unidad penitenciaria. El encierro puede ser pensado como corolario de un proceso más amplio y anterior a la detención en sí misma. En un estudio realizado con mujeres detenidas en países de Europa (Estudio MIP, Mujeres, Integración y Prisión), Cruells e Igadera (2005) se define como exclusión social primaria a la situación de vida anterior a la entrada en prisión de las mujeres; y exclusión social secundaria a aquella que se produce por efecto de la estadía en prisión. Tomando esta perspectiva, al estudio de los efectos de la prisión en la salud mental de las mujeres detenidas (Wittner, 2016; 2016b; 2016c) podrían agregarse otros dos momentos diferenciados: las consecuencias de la detención en mujeres que recuperaron su libertad; y las condiciones que hacen a las mujeres vulnerables a la entrada al sistema penitenciario, o sea, los contextos de vulnerabilidad o factores de exclusión primaria.

Con respecto a los efectos de la prisión en las mujeres que recuperaron su libertad, los resultados de una investigación exploratoria de tipo cualitativa realizada en el marco de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires (Wittner, 2014-2016) demuestran que, en esta población, la vivencia de experiencias solidarias favorece la elaboración de la propia experiencia de reclusión. De acuerdo a los testimonios recogidos, para estas mujeres que estuvieron presas, ayudar a otras mujeres en su salida de prisión y generar conductas activas de solidaridad y cuidado de los demás parece favorecer una mejor respuesta emocional a la propia vivencia de haber estado detenida, una posibilidad de reformularla y de generar una experiencia positiva a partir de ella.

Las mujeres entrevistadas para ese estudio vinculaban esta experiencia solidaria con la situación de aislamiento generada por las pocas visitas recibidas cuando estaban en prisión, y con las puertas familiares cerradas al momento de salir de ella. Durante el encierro, las redes sociales personales se dañan, se pierden. El aislamiento que produce la cárcel no se limita a sus muros. A las mujeres presas sus parejas las abandonan, las familias las dejan de visitar e interrumpen el contacto –incluso telefónico- con sus hijos, por considerar que son un mal ejemplo para ellos. Esto provoca que al momento de su salida se encuentren solas y sin un lugar adonde ir. Aparecen en escena, entonces, otras redes sociales que comienzan a cobrar importancia en tanto dan cobijo, comida y contención. Iglesias, comunidades religiosas, algún viejo amigo, otras mujeres que pasaron por lo mismo.

Por otro lado, en relación a los contextos previos, tanto sociales como personales, que hacen a las mujeres vulnerables a la entrada al mundo del delito, diversos estudios en el mundo coinciden en constatar semejanzas en las circunstancias generales de vida previa a la entrada en prisión de estas mujeres, tanto en Europa como en Latinoamérica, más allá de las diferencias regionales, étnicas o socioculturales (Azaola, 2010).

El Estudio MIP (Cruells e Igadera, 2005) define el género como factor clave en la promoción de formas de exclusión, lo que vuelve fundamental su estudio en el contexto que rodea específicamente a la situación de prisión en mujeres, teniendo en cuenta la semejanza mencionada en las características de la población femenina encarcelada en todo el mundo.

Entre las características que comparten, estas mujeres son, en su mayoría, madres solteras con hijos a su cargo. En comparación con los hombres, suelen ser menos propensas a reincidir en el delito. Además, entre un tercio y dos terceras partes de ellas han sido víctimas de abusos físicos y/ o sexuales antes del encarcelamiento (Coyle, 2002; Lemgruber, 2000).

A su vez, Parrilla (2004), en un estudio que realiza sobre cómo se construye el proceso de exclusión en las mujeres, propone como factor adicional el desarraigo, vinculado a los frecuentes cambios de domicilio, en general motivados por una búsqueda en la mejoría de la situación de la familia, lo que implica una ruptura de las redes sociales de apoyo (desde las amistades y la familia cercana, incluso hasta el vecindario).

En esta misma línea, algunos autores refieren que el incremento en la población carcelaria femenina podría estar vinculado a una mayor participación de la mujer en la vida social en general, y dentro de ella, en los nuevos delitos relacionados con el tráfico de estupefacientes (Coyle, 2002; Lemgruber, 2000). En varios países, la modificación, sanción o endurecimiento de leyes contra las drogas y el narcotráfico han implicado repercusiones importantes en el aumento de las cifras de mujeres privadas de su libertad. Incluso ha afectado el número de mujeres extranjeras detenidas en todo el mundo. Los servicios penitenciarios en Europa son buen ejemplo de esto (Walmsley, 2018).

En este contexto, una investigación en curso (Wittner 2017-2019; Wittner & Traverso, 2018) que ha relevado hasta el momento una muestra de 51 mujeres alojadas en una unidad del Servicio Penitenciario de Entre Ríos, arrojó como resultados preliminares algunos datos interesantes sobre las condiciones sociales de estas mujeres al momento de ingresar a la unidad penitenciaria. El 98% de ellas son argentinas; el 59% tienen 30 años o más; en relación a los estudios, el 18% tiene la primaria incompleta; el 64%, primaria completa o secundario incompleto; y el 10% secundario completo. El 68% no convivía con una pareja; el 88% tiene hijos (de ellas, el 88% tiene hijos menores de edad); el 30% estaba sin trabajo. Del 63% que refieren haber estado trabajando, la mayoría son trabajos temporarios o no formales. Solo el 14% tenía cobertura médica; el 47% declaró haber sufrido violencia en su vida cotidiana. Estos datos pueden pensarse como una primera descripción de las condiciones concretas de exclusión mencionadas, que favorecen y promueven la entrada en prisión de las mujeres en nuestro país, y que confirman la tendencia mundial ya descripta.

 

A modo de Cierre

El escenario para la rehabilitación y reinserción social de las personas privadas de su libertad en general, y de las mujeres en particular, es en la actualidad muy poco favorable. Los efectos de la cárcel parecen ser más amplios que la pena misma: queda afectada la identidad misma de las mujeres presas. En el imaginario social las mujeres que delinquen no sólo transgreden la ley sino, y sobre todo, el orden de lo femenino y las expectativas sociales de género. Para la sociedad, la mujer presa representa la anti-mujer, la que rompió el pacto y la expectativa social y sexual, traicionando el mandato social de género bajo el rol de buena hija, buena esposa, buena madre, y desviándose de los códigos de lo femenino, justamente para involucrarse en algo que es cosa de hombres: el delito (Antony, 2007; Arduino, et al., s. f.; Galván, et al., 2006; León Ramírez & Roldán González, 2007; Yagüe Olmos & Cabello Vázquez, 2005). Esta mirada social estigmatizante es uno de los principales problemas que enfrentan las mujeres en conflicto con la ley (Wittner, 2016b).

Las rejas se imponen más allá de la vida en prisión. Requiere mucho tiempo y esfuerzo personal poder reconstruir la historia y reformularla de una forma positiva. No todas las personas cuentan con las herramientas –personales, familiares, sociales, institucionales- para poder hacerlo. Esto obliga a pensar en la importancia de políticas públicas que formulen estrategias de intervención que permitan operar eficazmente antes, durante y después de la detención. Sobre todo porque detrás de esas mujeres hay familias enteras que quedan desmembradas, niños que son institucionalizados o que quedan a la deriva, y por lo tanto, en situación de riesgo y vulnerabilidad. Puede ser visto como central entonces el rol de la Psicología en el trabajo en los distintos niveles de prevención de la salud mental a los fines de evitar la reproducción de los circuitos de exclusión y marginalidad.

 

Referencias

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2da Edición - Agosto 2019
 

 
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