Este artículo fue escrito en colaboración con el Dr. Juan Luis Linares, director de la Escuela de Terapia familiar del Hospital de Sant Pau de Barcelona, España
Definir
a la psicoterapia únicamente desde los aspectos cibernéticos
de la relación terapeuta-paciente es quedarse varado en una
parcialidad de su dialéctica. En esta dirección, con la
finalidad de realizar un análisis completo –y con la
aspiración de incrementar el grado de complejidad en el cual
se encuentra inmersa tal relación- se deben tomar en cuenta
las atribuciones cognitivas que devienen de los mapas que construyen
los participantes de la sesión.
Las
intervenciones que realiza un terapeuta durante la consulta, si bien
son pautadas y pautan las interacciones, dependerán de los
marcos semánticos que atribuya a las acciones descriptas,
historias contadas y actitudes del paciente (Keeney, 1983). Estas
interpretaciones de las acciones surgen de la estructura conceptual
del profesional. Pero su modelo de conocimiento no sólo está
conformado por la línea terapéutica a la cual adhiera,
sino también por los diferentes componentes que intervienen en
la construcción de su mapa cognitivo: históricos,
interaccionales, de valores, creencias, etc. Resultaría una
utopía pensar que cuando se desenvuelve una sesión,
únicamente se activa el modelo teórico que guía
la atención terapéutica (Linares, 1996). Nunca se
funciona tan disociadamente y cuando se actúa el rol
profesional, sucumbimos (en mayor o menor medida) a nuestros
constructos históricos, familiares y de valores personales. De
allí que se logra tomar mayor distancia con respecto a algunas
temáticas que poco tienen que ver con las experiencias
personales o, si por lo menos tienen que ver, han sido revistas y
elaboradas, en comparación con otras que se acercan o que
producen una repercusión emocional por hallarse cercanas a
nuestra historia o porque confrontan valores particulares, entre
otros aspectos.
Las
intervenciones psicoterapéuticas siempre serán
tendenciosas
{ver nota de autor 1}.
Lejos estamos de la objetividad a pesar de que intentemos acercarnos
a lo que creemos verdadero (Foerster, 1994). La subjetividad podría
ubicarse en un nivel lógico superior, en donde la objetividad
correspondería a los diferentes grados de distancia con el
objeto de estudio; es decir, diferentes formas de objetividad dentro
de la subjetividad del vínculo terapéutico.
Una
estrategia terapéutica intenta ser consecuente con las
hipótesis que el terapeuta construya del caso. Una hipótesis
se estructura partiendo de premisas que se elaboran mediante
distinciones, descripciones y abstracciones en el acto cognitivo. Se
focalizará, de esta manera, creando la realidad del problema
de consulta y se proyectará la posible tentativa de solución.
Pero un intento de solución también implica crear una
realidad alternativa. Fundamentalmente, sugiere exceder el marco
referencial-conceptual del consultante incrementando las variables de
outputs de cara al problema.
Pero,
por otra parte, estas hipótesis nacen de la interacción
que se desarrolla en ese día, hora, con ese paciente/s en un
contexto determinado, o sea, un momento único
e irrepetible
(Ceberio & Watzlawick, 1998) Por lo tanto, en la sesión se
realizan abstracciones sobre una situación en la cual el
terapeuta es parte activa. Por ejemplo, no solo se observa este
fenómeno por las descripciones o definiciones que se expresan
a través de la afirmación: una manera clara donde se
trazan distinciones es mediante las preguntas. Si bien las preguntas
son producto de una co-construcción entre los participantes de
la sesión, la interacción va pautando las diferentes
formulaciones. En tal proceso, se edifica la corroboración o
descarte del esquema conceptual del terapeuta. Este esquema
conceptual es una hipótesis, y una hipótesis, al final
de cuentas, no es ni más ni menos que un mapa de lo que le
sucede al consultante. Un
mapa que es el resultado de los saberes adquiridos del terapeuta
mediante su experiencia, de su modelo teórico y de su
historia, en conjunción con la interacción con el
paciente (Beck et al., 1995).
Esto
explica por qué algunos terapeutas tienden a prestar más
atención a ciertos miembros de una familia, establecen alianza
con algún integrante de la pareja, o son más
confrontativos con otros, se fastidian
frente a algunas expresiones, se excitan, adormecen, aburren, etc.
Puede suceder que se pregunte o enfoque el diálogo, colocando
mayor énfasis en algunos temas en desmedro de otros, como
también se eviten algunas historias. En última
instancia, el ciclo vital, el sexo, las situaciones particulares del
momento de vida del terapeuta, etc. son factores delimitantes de
construcciones de realidades y el espacio de la psicoterapia es un
lugar más de su manifestación (Cancrini, 1991).
La
labor de un equipo sistémico por medio del espejo
unidireccional permite realizar diferencias en el trazado de
distinciones y su correlación en las puntuaciones de secuencia
de interacción (Madanes, 2019).
De
esta manera, se cuenta con una gama más variada de
descripciones que posibilitarán co-construir las hipótesis.
No obstante, no quiere decir que tales hipótesis se
constituyan en la verdad última. La diferencia con otros
modelos de psicoterapia, es que éstas resultan de la
confluencia de numerosos puntos de vista con respecto a lo que sucede
con el o los pacientes. De igual forma, uno de los caminos donde es
factible ampliar, redefinir o certificar la construcción de un
caso es en un espacio de supervisión.
Supervisar
el trabajo terapéutico con un profesional acreditado forma
parte del organigrama de trabajo clínico del terapeuta
responsable y comprometido en su labor. La supervisión en
psicoterapia es, entonces, el recurso que coloca el sello de
responsabilidad del profesional en salud mental en el desarrollo de
su tarea. Y no es para menos: quien en estas lides apele a explotar
al máximo sus capacidades en el ámbito clínico,
no puede pasar por alto el espacio de supervisión (Ceberio &
Linares, 2005).
El
terapeuta supervisará y expondrá a evaluación de
su maestro, las hipótesis, tácticas y estrategias del
proceso terapéutico, para obtener la ratificación o
rectificación de los caminos seguidos y elaborar los pasos a
seguir. Pero la supervisión no solo se remite a evaluar
concienzudamente tal paquete cognitivo y relacional. Es un espacio de
descarga emocional, de planteo de inquietudes, de dejarse cuidar y
proteger por alguien que se halla en un nivel superior de formación,
de desagotar resonancias personales que empastan el campo de trabajo
terapéutico. Por tanto, puede considerarse, un lugar de
crecimiento profesional y personal.
La
supervisión se constituye en la guía, en un proceso
orientador que demarca paso a paso el proceso terapéutico. No
plantea únicamente un estado de cosas, un diagnóstico o
un cuadro de situación, sino también aventura un
pronóstico. Es decir, cómo continuará el trabajo
terapéutico, con qué herramientas; qué
estrategias se considerarán las más apropiadas para la
hipótesis; cuáles son las tácticas que más
se amoldan al caso y cuáles son las que el profesional es más
idóneo, etc.
Entonces,
la supervisión no solo es un lugar de exploración,
reflexión y análisis de corte racional e intelectual,
sino, además, un lugar vivencial, de expresión
emocional y afectivo. Un terapeuta, como hemos visto, no solo hablará
de su caso: comentando acerca de su paciente estará también
hablando de él mismo. O sea, la supervisión no puede
parcializarse revisando el sistema paciente (o sí, pero el
trabajo quedará a medias). A la luz del conocer sistémico
resultará una supervisión lineal. Si se trabaja sobre
el sistema paciente y no se involucra la figura del terapeuta, se
pierde la riqueza de los aspectos relacionales de la sesión,
como pautas de isomorfismos, actitudes del terapeuta -tanto en lo
verbal como en lo analógico- que pudieron haber influido al
paciente, resonancias personales, entre otros elementos (Ceberio &
Linares, 2005).
Trabajar
con el sistema terapéutico, entonces, es una parte de la
supervisión que resultará primordial para la
comprensión del trabajo clínico. En este sentido, para
el terapeuta, el espacio de supervisión es un espacio de
exposición personal, puesto que no solamente pondrá en
juego sus pericias profesionales sino también los vericuetos
de su historia, creencias, valores, crisis personales, etc. que,
indudablemente, influyen en la construcción del caso.
De
acuerdo a esta perspectiva y dada la relevancia de este espacio, la
elección del profesional a cargo de la supervisión
también merece ser tratada con suma atención. Y son
varios los puntos a tener en cuenta a la hora de elegir supervisor.
Puede seleccionarse un supervisor por experiencia clínica, por
formación teórica, por empatía, por especialidad
en un área determinada, por afecto y cercanía. A la
vez, la conjugación de todas estas características
permite trabajar de manera relajada y solvente, haciendo de la
supervisión un proceso eficaz.
El
supervisor, como profesional de mayor formación y experiencia,
trabajará desde su modelo intentando construir el problema del
consultante del terapeuta supervisado. Pero la narración de lo
que le sucede al paciente, resulta de la comunicación entre el
terapeuta y dicho paciente. Narración, bien como lo define
Ricardo Ramos (2001):
[...]
es un hacer público, un sentir público y un pensar
público. Este hacer público, este sentir público,
este pensar público se realiza a través de una forma de
comunicación: el relato. Lo que hagamos con él depende
de nuestra forma de entender la tarea. No tiene por qué
enfatizar la intervención a nivel cognitivo, lo afectivo o lo
pragmático, en la medida que esta distinción analítica
nos siga resultando relevante. Lo que podamos hacer depende de cómo
entendamos qué es, cómo funciona y cómo se
produce el relato (p. 73).
La
narración es el cuento que se cuenta y cuenta el terapeuta de
su cliente. El paciente desarrolla una historia que intenta
transmitir al profesional. El término intenta
no es casual: traducir ideas o vivencias en palabras encuentra
limitaciones en las reglas sintácticas de la lengua, en la
retórica de la persona y en el contexto, razones más
que suficientes para no dar crédito fidedigno al mensaje
emitido (Ceberio, 2018). Por otra parte, se encuentra la
decodificación del interlocutor, o sea, lo que ha construido
-en este caso el terapeuta- del mensaje escuchado mediante el filtro
de su modelo cognitivo. Y esto es lo que cuenta el terapeuta, lo que
él construyó tendenciosamente
de la transmisión tendenciosa
de
su paciente.
Lo
que en realidad evalúa un supervisor, entonces, es dicha
narración compuesta por la intersección de dos mapas:
el del terapeuta y el de su paciente y la consecuente interacción.
De allí la importancia de que el supervisor conozca la
historia, valores, creencias de su supervisado, incrementando la
comprensión acerca del problema.
Desde
esta concepción, el supervisor trabaja en conjunción de
tres niveles:
1.Trabajando
sobre la problemática
del paciente,
intentando describir los juegos y estilos relacionales y las
consecuentes atribuciones de significado.
2.El
problema del terapeuta, describiendo si existen bloqueos en el
desarrollo de intervenciones. Reconociendo algunos aspectos del mapa
del terapeuta, en el intento de destrabar y posibilitar el libre
fluir de las interacciones con miras a la solución.
3.Por
último, los aspectos relacionales entre paciente y terapeuta.
Si dichos bloqueos responden a temas o aspectos de la interacción
propiamente dicha.
No
obstante, como señalábamos anteriormente, el juego de
distinciones es infinito: el supervisor también desde su mapa
traza distinciones y establece descripciones y comparaciones. Se
encuentra escuchando desde su estructura conceptual un cuento que se
cuenta un terapeuta del cuento que le cuenta su paciente acerca de lo
que le sucede. Por lo tanto, explica y devuelve, tratando de ampliar
el mapa del terapeuta, el cuento que se cuenta él del cuento
que se cuenta el terapeuta del cuento que le cuenta su paciente.
Este
juego de recursividades no termina nunca. Si existiese un
supra-supervisor, evaluaría todo este interjuego y agregaría
un cuento más a la secuencia. El cuento al que nos referimos
está constituido por una serie de puntuaciones que revelan
nuestro libreto interno. Es un cuento autorreferencial, que habla del
modelo del que describe, pero que a la vez surge de la observación
en la cual el terapeuta está inmerso y es parte activa. Las
hipótesis, entonces, son producto de dicha interacción,
razón por la que la lectura no es unidireccional: en el
contexto terapéutico, terapeutas y clientes co-construyen
realidades, a pesar de las diferentes distinciones epistemológicas
que establecen y más allá de la directividad de los
terapeutas.
Supervisión
en vivo
El
modelo de supervisión que se propone es -isomórfico al
de la terapia- activo e intervencionista. El supervisor dirige al
terapeuta, aunque lo hace consciente de sus capacidades y recursos,
sin arrastrarlo a inútiles desafíos ni poner a prueba
sus inevitables limitaciones. Como la familia tiene preferencia, se
hace todo lo posible por garantizar a ésta una asistencia de
calidad. Por eso la terapia familiar ha desarrollado mecanismos para
optimizar la intervención en la intersección de los
planos clínico y didáctico (Andolfi, 1977). El uso
sistemático del espejo unidireccional y la videograbación
de las sesiones forman parte de ellos. Es un verdadero lujo poder
escuchar a un terapeuta en formación decir: viendo
la grabación de la sesión pasada me di cuenta de que el
padre anduvo todo el tiempo buscando una alianza sin que yo supiera
estar a la altura de las circunstancias.
Pero,
además, el supervisor puede usarse a sí mismo para
enriquecer la intervención. Así, por ejemplo, utilizará
el interfono que comunica la cámara de Gesell con la sala de
sesiones para impartir instrucciones al terapeuta. La familia aprende
pronto que el sonido del timbre anuncia una intervención del
equipo,
del
supervisor,
de
los de detrás del espejo
o de quienes quiera se haya optado por presentar como eventuales
supervisores. Si la sugerencia o el comentario a hacer es más
complejo o las circunstancias lo aconsejan, el supervisor entrará
en sesión y comunicará su mensaje cara a cara.
Para
las familias, estas intervenciones son siempre enriquecedoras y
positivas, puesto que, con independencia del contenido, comunican una
impresión de que se dispone de recursos técnicos y
humanos sofisticados. En cuanto a los terapeutas en formación,
necesitan realizar un trabajo que les ayude a procesarlas como
complementos necesarios y no como pruebas de su insuficiencia. La
experiencia enseña que, casi siempre, los alumnos se sienten
tranquilizados por la seguridad que representa la presencia activa
del supervisor. En cualquier caso, la intervención de éste
permite calibrar algunos rasgos de la personalidad del terapeuta, en
la línea de la inseguridad, la autoestima, la ansiedad y la
competitividad, y ayudarle a mejorarlos.
La
pre-sesión
es un tiempo de planificación y de tranquilización.
Cuando realizamos la formación, en nuestro modelo, terapeutas
y supervisores preparan la sesión en presencia del grupo, que
no interviene para no hacer muy dispersa la discusión en un
momento en que los terapeutas noveles necesitan concentrarse en una
estrategia no demasiado complicada. La consigna se va relajando con
el paso del tiempo, de modo que, progresivamente en el tercer y
cuarto años de formación, la discusión en la
pre-sesión puede irse abriendo a todos los asistentes.
Dos
son las funciones principales del supervisor en la pre-sesión,
referidas respectivamente a la familia y al terapeuta: abrir vías
de exploración y dar seguridad. Ya hemos visto cómo el
trabajo de hipotetización consiste en construir historias que
permitan explorar la compleja realidad familiar.
En
la pre-sesión es, sobre todo, cuando el supervisor debe ayudar
a construir una hipótesis útil que, sin embargo, no
excluya la existencia de otras opciones. En resumidas cuentas, hacer
sencilla la complejidad y no, desde luego, complicar lo simple. A la
vez, cuando son terapeutas en formación, el objetivo es
tranquilizarlos cuando flaquean bajo el peso de la responsabilidad.
No es difícil lograrlo, si se les consigue hacer sentirse el
emergente de un equipo rebosante de recursos, compuesto por personas
de géneros, edades, profesiones y experiencias muy diversos.
La
sesión es
el tiempo de puesta en práctica, cuando se desarrollan las
estrategias terapéuticas. Es, por tanto, la fase más
rica y compleja, donde se decide la suerte de la terapia a lo largo
de etapas que cambian conforme ésta se va implementando. La
primera
sesión es
decisiva para la acomodación, que no sólo se realiza
entre la familia y el terapeuta, sino también entre la familia
y el complejo equipo-institución, del cual el supervisor es el
emergente, y entre éste y el terapeuta.
La
manera como el terapeuta presenta el setting y la forma de trabajar
del equipo, incluyendo el espejo y la videograbación, es
crucial. Aunque las familias ya llegan informadas y, generalmente,
con la formalidad de la autorización cumplimentada, es ahora
cuando toman contacto físico con una situación que
antes sólo han fantaseado. Y, frente al excesivo
agarrotamiento, puede ser muy útil un gesto de simpatía
como, por ejemplo, que el supervisor llame para saludar en el momento
en que está siendo presentado por el terapeuta. El binomio
terapeuta-equipo es muy importante, porque, aunque resulte evidente
para todos (incluido él mismo) que el primero es un
profesional joven y manifiestamente inexperto, la fuerza del segundo,
expresión de sabiduría colectiva personalizada en el
supervisor, le comunica solvencia y credibilidad. Si, frente a la
familia, ello es una garantía de buena acomodación,
para el terapeuta supone un ejercicio de gran trascendencia
didáctica: acostumbrarse a obtener recursos de la presencia
directa y participativa de los otros.
La
recogida de datos suele ser una tarea correspondiente a las sesiones
iniciales y muy en particular a la primera. Más allá de
la evidente necesidad de obtener cierta información de la
familia o de contrastar con ella la que ya se poseía, el
terapeuta que afronta con terror esa primera sesión en la que
se siente sometido a múltiples juicios, posee en la consigna
de recoger
datos
un instrumento sencillo para combatir ansiedad. Precisamente por
ello, el supervisor deberá vigilar que la información
no se transforme en una obsesión, haciendo comprender al
terapeuta que un exceso de datos corre el riesgo de convertirse en un
fardo pesado para la conducción de la terapia, y que una buena
intervención puede depender de la capacidad de desprenderse de
buena parte de la información acumulada.
Otro
desafío importante para el terapeuta y para el supervisor
durante la sesión, es conseguir superar el carácter
teledirigido que, inevitablemente, tienen las intervenciones del
primero en los inicios de su formación. Un modelo activo de
supervisión como el que aquí propugnamos conlleva una
fuerte presencia del supervisor que, en terapias difíciles con
patología grave, es una razonable garantía de éxito.
Sin embargo, el terapeuta debe aprender a reconocer, validar y
desarrollar sus propias ideas, procesándolas junto con lo que
le va comunicando la familia e incorporándolas al guion
previamente elaborado. No resulta fácil porque el guion
pre-establecido es como una red segurizante que libera al terapeuta
del pánico escénico y le alivia el peso de la
responsabilidad, aún a costa de sacrificar sus tendencias más
creativas. La dificultad debe ser superada progresivamente, a través
de una negociación entre terapeuta y supervisor en la que
aquél tendrá que tranquilizar a este sobre la
salvaguarda del modelo que él representa y el segundo
legitimará la capacidad del primero de desarrollar su propio
modelo.
La
pausa es
uno de los emblemas de la terapia familiar sistémica. La
fórmula es más o menos como sigue: Ahora
vamos a salir para tener un cambio de impresiones con el equipo y
dentro de un rato regresaremos y les comentaremos nuestras
conclusiones sobre esta sesión.
Miles de terapeutas la han usado, desde los grandes maestros hasta
los más bisoños. En la actualidad, las terapias
posmoderrnas, al poner mayor énfasis en la improvisación
y la conversación (Cechin et al., 1993), la han dejado de usar
y, por otra parte, no hay duda de que ciertos contextos que excluyen
el trabajo en equipo la hacen casi superflua. Sin embargo, la pausa
sigue siendo un instrumento muy útil si se asume la dimensión
estratégica de la terapia familiar y mantiene plena vigencia
al servicio de la formación.
No
será, en cambio, lo que fue cuando toda la sesión se
construía como un pretexto para llegar a la intervención
conclusiva, armada en la pausa como resultado de una exacerbación
del mencionado espíritu estratégico. Ahora, la pausa
permite recapitular y reorganizar las fuerzas del terapeuta, pero el
peso específico del conjunto de la sesión en relación
a la conclusión ha aumentado hasta tal punto que ya no se
siente la necesidad de que ésta produzca algo nuevo, que saque
un conejo de la chistera como en los viejos tiempos de Paradoja
y contraparadoja
(Selvini Palazzoli et al.,1988). En la actualidad, la conclusión
que se comunica a la familia tras la pausa consiste a menudo en un
simple resumen de lo trabajado en la sesión. Con todo, la
pausa es un tiempo didáctico privilegiado en el que se pueden
producir materiales preciosos, como las cartas y otros documentos
terapéuticos, y que tiene también importantes efectos
sobre la familia. Esta suele esperar la conclusión con altas
expectativas que amplifican la resonancia de los mensajes
comunicados.
Algo
parecido ocurre con la técnica del equipo
reflexivo
(Andersen, 1991), en la cual el equipo realiza el equivalente a la
discusión de la pausa en presencia de la familia, que procesa
directamente sus contenidos sin que le sean vertidos en forma de
conclusión.
Si
la pre-sesión es un tiempo emocional en el que se calma el
ánimo del terapeuta y se tranquilizan sus angustias, y la
sesión es un tiempo pragmático que contempla el
despliegue de las principales técnicas, tácticas y
estrategias,
la
post-sesión es,
sobre todo, un tiempo cognitivo. Durante ella se analiza la sesión,
extrayendo consecuencias y preparando directrices para la continuidad
de la terapia.
La
magia del espacio clínico de la formación en terapia
familiar culmina en estos 30 o 45 minutos, en los que todos opinan,
sintiendo que sus aportaciones se integran en una construcción
colectiva. El éxito de la empresa depende en gran medida del
tutor-supervisor, que dirigirá la orquesta procurando que la
melodía surja neta y clara, a la vez impidiendo que se pierdan
tonalidades y matices.
Los
alumnos suelen hacer comentarios brillantes, de indudable utilidad
para los efectos deseados. Y, por lo general, se muestran cuidadosos
con sus compañeros terapeutas, manifestando una solidaridad
más que razonable dado que ellos habrán de desempeñar
antes o después las mismas funciones. No obstante, el
supervisor ha de estar atento a la interacción en el sistema
alumnos, donde pueden surgir conflictos isomórficos con los de
la familia.
Otro
de los frentes del entrenamiento en terapia sistémica, en
donde se necesita la continua atención del supervisor, es el
de las propiedades del modelo, puesto que es frecuente que los
alumnos posean formación en otros modelos psicoterapéuticos
y que ello sea fuente de interferencias con lo que ahora están
adquiriendo en terapia familiar sistémica. A la larga, ninguna
formación psicoterapéutica debe ser un estorbo y, al
revés, es probable que todas ayuden a la construcción
de un rico modelo personal, pero a corto plazo, en situaciones
definidas por la inexperiencia y la bisoñez, pueden generar
malos entendidos molestos.
No
es raro, por ejemplo, que algunos alumnos insistan en la conveniencia
de proceder con terapias individuales o que se resistan a entender la
circularidad. Para otros es inconcebible que una patología
grave pueda desactivarse en un proceso breve y económico. La
falta de confianza en los recursos del ecosistema es otra causa de
reticencias. Pero quizás la más frecuente sea la falta
de costumbre de trabajar en positivo, siendo tarea del supervisor
convencer a los alumnos de la inutilidad de trabajar con las
carencias y los defectos, aunque haya que contar con su existencia.
Por fortuna, la brillante utilidad de la connotación positiva
se impone por sí misma apenas arranca la terapia.
El
supervisor debe vigilar también que no invadan la post-sesión,
y con ella toda la terapia, los fundamentalismos hipersistémicos.
Algunos alumnos tienden a rentabilizar sus recién adquiridos
conocimientos con una aplicación dormitiva de los conceptos
sistémicos, viendo por doquier comunicaciones paradójicas
o familias aglutinadas, y es tarea del tutor complejizar los análisis
cerrando el paso al desarrollo de dogmas.
Supervisión
en diferido
Todo
este trabajo de supervisión lo llamamos supervisión
en vivo,
es decir, la que se desarrolla durante la sesión bajo la
coordinación del supervisor detrás del espejo
unidireccional. Otro espacio del mismo tenor está destinado a
lo que se denomina supervisión
en diferido,
que es aquella que se realiza a posteriori de la sesión. En
ella, el terapeuta elegirá a un profesional que considere
capacitado, con la finalidad de consultarle acerca de su labor
clínica {ver nota de autor 2}.
La
supervisión en diferido, es un trabajo en donde el terapeuta
de mayor experiencia escucha la historia que ha construido el
terapeuta de su paciente {ver nota de autor 3}. O sea, es la versión
producto de la interacción única de él con su
paciente. El supervisor, atento entiende -como hemos señalado
anteriormente- que lo que cuenta el terapeuta es una narración
de hechos que él ha recortado, y lo que él mismo va a
devolverle es su propia versión (la del supervisor) de una
versión (la del terapeuta) de otra versión (la del
paciente). De este juego de construcciones surgen las hipótesis
y los objetivos del trabajo clínico.
Este
planteo de intra e intersubjetividades es la base epistemológica
con la que se conduce el supervisor y el terapeuta, cuyo resultado es
una construcción que calce (que sirva, que pueda ser comprada)
en el consultante y de esta manera, ser efectiva. Esto debe ser
entendiendo -en acuerdo entre el terapeuta y el supervisor- que la
hipótesis que se elabore y los consecuentes objetivos de
ninguna manera son absolutos o categóricos y no constituyen
ninguna verdad o certeza, por tanto, podrán ser redefinidos o
simplemente variados sobre el avance del trabajo terapéutico.
El
esquema general que se desarrolla en la supervisión indirecta
consta de cinco partes:
1.Datos
preliminares
2.Indagación
acerca del sistema paciente
3.Exploración
del sistema terapéutico
4.Planificación
del trabajo terapéutico
5.Intervenciones
y prescripciones.
Datos
preliminares
El
trabajo de supervisión se inicia tomando la propuesta del caso
por parte del alumno y averiguando cuál es la motivación
por la que decidió supervisar. Por ejemplo, si es porque se
haya bloqueado en la evolución, o es su resonancia emocional
que lo perturba, o no se encuentra estimulado en el trabajo
terapéutico con ese paciente, no tiene los objetivos definidos
o la construcción de una hipótesis que lo guíe,
etc.
Paralelamente
a que el estudiante diseña el genograma (en lo posible
trigeneracional), explicará quién fue el derivador
del caso (si fue un colega profesional de otra disciplina o un amigo
de un paciente, familiar del terapeuta o del paciente, una
institución, etc) y por qué considera (si lo indagó)
fue él el elegido para atender. Además, es necesario
conocer cuánto
tiempo
hace que se lleva el caso adelante: si es una primera entrevista o
son varias las sesiones, si se han realizado meses de sesiones y es
la primera vez que se supervisa, si existieron problemas del sistema
terapéutico antes y no se consultó o si es la primera
vez que surgen bloqueos o dudas, si es que se presentó un
nuevo motivo de consulta y esto llevó a la confusión,
etc.
A
partir del gráfico, se pregunta quién solicitó
la consulta y cómo se desarrolló el primer
contacto telefónico
(si resultó agradable o tedioso, si se logró preguntar
datos principales, si la persona que contactó fue antipática,
cortante, ansiosa, muy angustiada, simpática, etc., si se
mostró resistente a brindar información por teléfono).
Quiénes fueron los integrantes que fueron invitados al primer
encuentro y quiénes fueron los que asistieron, si se invitó
a la persona que realizó el llamado para decidir después
de la primera entrevista quiénes debían concurrir a la
sesión, etc.
Indagación
acerca del sistema paciente
Se
explorará cuál fue el motivo
de consulta
explícito, si fueron presentados varios problemas o uno
concreto, si estaba difuso o confuso, si el problema se basa en
abstracciones o sensaciones o estados de ánimo, si los
integrantes estuvieron de acuerdo en cuál era el problema o
cada uno percibe un problema diferente. También se evaluarán
las ganas de comenzar un proceso terapéutico: si la persona
asistió a terapia por presión del contexto o si fue por
iniciativa personal, si tiene resistencias o está comprometido
con realizar una psicoterapia, etc.
Partiendo
del motivo de consulta, se explora la arquitectura del sistema
familiar y los miembros participantes del circuito creado por el
problema, a través del genograma.
Es importante determinar si el motivo de consulta -el problema que
atribuye el paciente- es coincidente con el problema que detectó
el terapeuta o el equipo terapéutico (ver convergencias y
divergencias) y si se logró redefinirlo y plantearlo como
objetivo terapéutico.
Se
indagará, entre otras preguntas, acerca del tipo
problema,
si es una conducta sintomática englobada, por ejemplo, en el
DSM (adicciones a drogas y/o alcohol, trastornos alimentarios, de
pánico, fóbicos, psicóticos, depresivos), o un
dilema, conflicto, etc. Además, se determinará quién
es el miembro sintomático, qué conductas se desarrollan
en torno al problema, cuáles son las personas afectadas e
involucradas en el problema, cuándo y desde cuándo se
ha instaurado el problema en el sistema, en qué contexto por
lo general aparece.
Otro
punto de exploración, son los intentos
fracasados
por intentar solucionar el problema. Este es un indicador neto de lo
que el terapeuta no debe hacer en pos de ayudar a resolver el
problema de su paciente. Se apunta a construir un gráfico que
muestre el circuito recursivo sostenedor del problema-queja. De esta
manera, se muestra la síntesis del circuito sostenedor del
problema y se elaboran -a partir de este diseño- las primeras
hipótesis que se intentarán homogeneizar en una sola
concreta y clarificadora. Se trazarán, entonces, los objetivos
a
seguir con las consabidas metas
mínimas
que permitan el avanzar de forma gradual y progresiva.
Exploración
del sistema terapéutico
Se
analizan las dificultades
del terapeuta y del equipo en el proceso terapéutico,
distinguiendo niveles lógicos: si se hallan en relación
al tema tratado o si se circunscriben al tipo de interacción.
Si aparecieron obstáculos en el proceso terapéutico, de
qué tipo, si estos obstáculos se refieren a emociones
(angustias, ansiedades, tristeza, euforia, sentimientos de
desvalorización, creencia de ineptitud, etc.); a ideas que se
conectan con la impotencia y el fracaso; a acciones, es decir, si las
emociones o las ideas perturbantes se tradujeron en acciones
ineficaces.
Se
explorarán resonancias
sobre la historia del terapeuta: valores, creencias, que puedan
contraponerse o superponerse, creando pautas de isomorfismos en
juegos relacionales. Cuál fue el nivel de acomodación
del sistema terapéutico al sistema consultante, si se
percibieron o fueron explícitas las resistencias al trabajo
terapéutico o el agrado o el desagrado de alguno de los
miembros hacia el terapeuta, qué efectos produjo, si se
devolvió como una intervención o si se tradujo en
exacerbado bienestar o malestar, etc. Es factible solicitar alguna
anécdota o situación que el terapeuta asocie con el
problema con que se está trabajando.
También
se preguntará acerca de las
expectativas
a las que el sistema terapéutico aspira, si son demasiado
exigentes para las posibilidades del paciente o si son desalentadoras
y por qué. Se evaluarán los logros
parciales
en los diferentes focos en la evolución del proceso y los
sentimientos que se detonaron en pos de los mismos.
Se
elaborará un mapa
relacional,
en donde se sitúa a la familia y la posición en donde
se ubica el profesional en ella, con la finalidad de tener en claro
cuál es la función que ejerce en el sistema de los
consultantes (por ejemplo, si es terapeuta o si cubre un rol parental
o fraternal, etc.). Con respecto a las maniobras terapéuticas,
deberán explorarse las soluciones intentadas fracasadas del
terapeuta para ayudar a resolver el problema de su paciente, como
también su propio problema de tratar de ayudar a resolver el
problema de su paciente.
Planificación
del trabajo terapéutico
Retomando
los objetivos
delineados, se observarán las posibilidades de concreción
a partir de la indagación sobre las dificultades del sistema
terapéutico (en ocasiones las resistencias al cambio no son
las del paciente sino las del terapeuta, además de que no son
pocas las veces que las dificultades del sistema terapéutico
bloquean el camino a la solución). Se deben plantear
claramente si los objetivos a desarrollar son muy elevados para las
posibilidades del sistema del paciente, si es posible reducirlos
alcanzando cierta eficacia, como también si son objetivos
pobres,
en el sentido de menospreciar las potencialidades del sistema
paciente.
Una
vez trazados los objetivos es necesario acordar las
metas mínimas
en pos de avanzar de manera concreta y con logros tangibles. La
concreción de objetivos parciales estimula no solo al paciente
sino al terapeuta, que ve plasmado en esos avances la efectividad de
su estrategia. Asimismo, se organizará la terapia planificando
la cantidad
estimada
de sesiones que serán necesarias para acercarse a los logros
parciales y finales. De ninguna manera se pensarán como una
cantidad fija y rígida, pero el hecho de determinar cierta
cantidad permite la organización mental del terapeuta en
dirección a su organización del proceso. De la misma
manera, la frecuencia de sesiones, si son semanales, quincenales o
mensuales. Si es necesario anexar más de una sesión
semanal, o si el paciente atraviesa una situación de crisis y
se lo debe ver todos los días media sesión, etc.
Se
evaluará en
qué contexto
se realizarán las sesiones. Si se desarrollarán en
consultorio o si otro ámbito es el apropiado (una plaza, un
bar, etc.), como también si es el domicilio del paciente el
que debe utilizarse como contexto terapéutico (muchos
pacientes pueden estar incapacitados para asistir al consultorio del
profesional), si es factible una internación u hospital de
día, comunidad terapéutica, etc. También qué
tipo de terapia
se realizará. Se determinará si se trabajará en
terapia individual, pareja, familiar. Si es necesario que el paciente
se incluya en algún grupo terapéutico, o si es
apropiado una terapia individual con el apoyo de la integración
del paciente en un grupo, o la terapia individual sea la elección
y dentro de ese espacio se invita a algunos integrantes del sistema,
como también se recomiende terapia familiar y la asistencia
individual de algunos de los miembros, etc.
Intervenciones
y prescripciones
Por
último, el supervisor le brindará al estudiante lo que
considera las principales técnicas (y más clásicas)
a aplicar en el caso. En principio, tendrá en cuenta cuáles
son las herramientas clínicas en las que mejor se desempeña
el profesional para capitalizarlas en el proceso y estimulará
la introducción de otras en las que, tal vez, el terapeuta no
se encuentre muy ducho en su ejercicio.
Podrá
articular dos o tres connotaciones
positivas
que pueda guardar el terapeuta, para ser implementadas en cualquiera
momento del devenir de las sesiones, como también
redefiniciones
que ayuden a reformular tanto la perspectiva del paciente como las
del profesional. Se abrirá el juego a preguntas
que amplíen el campo de comprensión del caso, preguntas
circulares que pautará para ser llevadas a cabo durante las
sesiones, pero, además, cuestionamientos que le posibiliten al
profesional construir nuevas hipótesis o simplemente
reflexiones innovadoras (Haley, 1973).
La
construcción de una o varias metáforas
del caso, permiten su introducción en diversos momentos de las
sesiones. La metáfora es una herramienta de suma utilidad en
el uso de analogías (Ceberio, 2016). En este caso es una
metáfora-guía que centra el foco y la problemática
a trabajar; puede instrumentarse como un eje de la terapia o un
título de sesión o de trabajo terapéutico. Las
metáforas pueden también articularse en forma de
cuentos, historias, alegorías, fábulas, etc., que el
supervisor aportará como una herramienta más que el
terapeuta registrará en su archivo.
Podrá
pautar algunas prescripciones
de comportamiento
(en cualquiera de sus clases), para -directivamente- accionar sobre
el área pragmática del paciente. Explicará al
estudiante, claramente y a modo de ejemplo, la lógica de su
aplicación y los métodos ericksonianos de la
presentación de la tarea.
Conociendo
el estilo del supervisado y del paciente, es importante que el
supervisor determine hacia qué
área,
con mayor frecuencia, deberán estar dirigidas las
intervenciones (tanto emocionales, cognitivas o pragmáticas).
De la ecuación entre la facilidad del terapeuta para la
aplicación de la técnica, como el canal de resonancia
más apropiado para el paciente, se obtendrá la
efectividad de la intervención.
Esta
última parte de la supervisión es la de mayor
directividad
por parte del supervisor y la más enérgica y pautada,
pero sin ánimo de atrofiar la creatividad del terapeuta, sino
de amplificarla y estimularla. El coordinador hace la indicación
respectiva y la correspondiente planificación y organización
del material a corto plazo, es decir, en las próximas dos o
tres sesiones. Aventura posibles respuestas a las intervenciones y
estructura en cierta medida un pronóstico orientador.
Conclusiones
Como
se verá, cualquiera de las dos maneras de ejercer la
supervisión, tanto en vivo
como en diferido,
ambas desarrolladas con terapeutas noveles como de experiencia,
demarcan un camino que se emparenta con la efectividad y la
responsabilidad en el trabajo terapéutico.
Dentro
de las variables en los resultados de una terapia, es posible que no
se haya llegado a los objetivos deseados y la psicoterapia haya sido
considerada un fracaso. Lo que no se admite es que un terapeuta
avisorando (o no) tal destino no haya apelado al recurso de la
supervisión en pos de lograr torcerlo. No obstante,
supervisión mediante, también es posible que una
terapia fracase, pero al profesional no podrá echársele
en cara que no agotó posibilidades de actuación. El
hecho de haber consultado durante el proceso terapéutico a un
maestro de más experiencia, permite, luego del fracaso,
compartir las vivencias, buscar la reflexión, pensar en las
fallas y hasta connotar positivamente algunas maniobras, y,
fundamentalmente, encontrar la contención a la sensación
frustrante.
Pero
si hay un mecanismo que se activa con facilidad en los terapeutas es
el de la omnipotencia.
La asimetría relacional con que está signada el vínculo
terapéutico coloca al terapeuta en una neta posición
por
arriba
del paciente, posición que es adjudicada por el mismo
paciente. Más allá de que el terapeuta sistémico
-teórica e ideológicamente- intente generar una
simetría en las relaciones que establece en las sesiones, la
diferencia de posiciones es inherente al rol que desarrolla: una
persona que pide ayuda a alguien de experiencia y con recursos (se
supone). El problema parece centrarse en transformar tal potencia
que se le asigna en su posición y transformarla en
omnipotencia,
como una excelente defensa frente a la impotencia que pudiese acaecer
de cara a la ineficacia.
Este
pequeño prólogo sirve para entender que, para poder
acceder a una supervisión, el terapeuta debe renunciar a la
omnipotencia que pudiese tomar de su rol. Es decir, consultar a
alguien de experiencia implica reconocer a alguien como superior en
el aspecto profesional y, por ende, abandonar la posición up
y colocarse en un down
en tal relación. De esta manera se está expuesto a la
crítica, al análisis de los errores, a aceptar
equivocaciones e intentar rectificarlas, como también al
halago si el trabajo va por la buena senda. Tanto en uno como en
otros de estos aspectos, es alguien acreditado y jerárquicamente
por arriba del supervisado quien dice lo que está bien o mal.
El supervisado podrá comulgar más o menos con dichos
señalamientos, pero esto es un factor que no interfiere en la
asimetría (a menos que el supervisado descalifique al
supervisor y abrupta o paulatinamente lo rebaje de nivel).
Por
otra parte, existen diferentes corrientes del modelo sistémico.
Estas distinciones pueden considerarse la historia de los desarrollos
sistémicos y demarcan una óptica de abordaje a los
problemas humanos. Cada una de estas líneas terapéuticas
trazan determinadas distinciones en las construcciones de hipótesis
y elaboración de estrategias clínicas. Actualmente las
particularidades de los modelos sistémicos trascienden,
cobrando relevancia la conformación del estilo personal del
terapeuta. Esto implica que un terapeuta puede adoptar elementos
tanto de una corriente como de otra y en esa amalgama construir su
propio modelo. Un supervisor deberá conocer dicha conjugación
para intervenir más claramente hablando
el lenguaje del terapeuta,
al mejor estilo ericksoniano. No obstante, algunos terapeutas y
supervisores conservan esa tradición de seguir ortodoxamente
alguno de los modelos sistémicos. Es importante, entonces, que
la elección del supervisor se centre no solo en experiencia
sino en la habilidad y dominio del modelo que representa.
Por
último, el modelo sistémico recela fundadamente del
diagnóstico psiquiátrico, utilizado a menudo como
tautológica justificación de apriorismos prejuiciosos.
G. Bateson (1976) arrojó sobre él todo su desprecio,
caricaturizándolo como concepto dormitivo: es
un esquizofrénico porque delira; es un alcohólico
porque bebe; ¿está triste? luego es un depresivo...
La crítica está, sin duda, más que justificada.
Sin embargo, el modelo sistémico tiene, a este respecto, un
doble compromiso. Por una parte, se deben desarrollar criterios
diagnósticos relacionales que sirvan a los terapeutas (y no
solo a los aún en formación) de metáforas-guía
coherentes con su epistemología.
En
tiempos de complejidad, el diagnóstico no puede ser una
etiqueta simplificadora, pero debe permitir agrupar y organizar la
experiencia a nivel conceptual, un movimiento que el pensamiento
necesita para ser eficaz. Por otra parte, un programa teórico
de formación debe incorporar nociones de psicopatología
y de farmacoterapia que, independientemente de que estuvieran
incluidas en los currículums académicos de las carreras
de procedencia, puedan ser ahora re-procesadas desde una nueva
sensibilidad psicoterapéutica.
Más
allá de modelos y estilos terapéuticos, criterios
diagnósticos, omnipotencias relacionales, construcciones de
hipótesis, y toda una serie de características que
puedan atribuírsele a la supervisión, básicamente
puede ser considerada no como una opción a tomar sino como una
condición sine
qua non,
en el trabajo del terapeuta clínico, educacional y
organizacional. Esto no quiere decir que se deban supervisar todos
los casos, pero sí aquellos que ofrecen dificultades al
profesional. Mejorar la calidad de atención terapéutica
sin duda que implica mejorar la calidad de vida.
Notas
de autor
1.En
el acto cognitivo se trazan distinciones que conllevan descripciones
del objeto observado que refuerzan y amplían a su vez las
distinciones iniciales generando aún otras descripciones del
objeto.
2.
En la formación, el alumno que lleva el caso solicita a uno de
los supervisores o coordinadores del equipo de la Escuela que le
supervise su trabajo. También, existe otro espacio -como
materia de la currícula- en los años superiores, donde
cada uno de los alumnos llevan el material de su trabajo terapéutico
y para ser supervisado por los diferentes maestros que integran dicha
materia.
3.
Paciente,
puede
ser familia, grupo, pareja, individual o institución.
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