Introducción
La
Convención Internacional de los Derechos de los niños,
niñas y adolescentes (ONU, 1989) consagró la autonomía
de la infancia y de la adolescencia a partir de reconocer a los niños
como sujetos activos con derecho de pleno desarrollo físico,
mental y social y con derecho a expresar libremente sus opiniones.
Es
así como, en ese marco, los delitos sexuales contra los niños
adquieren mayor visibilidad y repercusión y surge la necesidad
de contar con un sistema de justicia eficaz que garantice la
protección integral de derechos de niños, niñas
y adolescentes (UNICEF, 2016).
UNICEF
(2016) define que el abuso sexual contra la infancia ocurre cuando un
niño o niña es utilizado para la estimulación
sexual de su agresor (un adulto conocido o desconocido, un pariente u
otro niño/niña o adolescente) o la gratificación
de un observador. Implica toda interacción sexual en la que el
consentimiento no existe o no puede ser dado, independientemente de
si el niño entiende la naturaleza sexual de la actividad e
incluso cuando no muestre signos de rechazo.
Las
cifras actuales sobre este flagelo son alarmantes. La OMS (2016)
indica que una de cada cinco niñas y uno de cada trece niños
puede ser víctima de abuso sexual en la infancia.
Es
decir, es uno de los grandes problemas que enfrenta la sociedad
actual a nivel mundial.
Ante
lo cual es urgente una mirada atenta y crítica a fin de
abordar la temática con la seriedad que requiere.
El
presente artículo tiene como objetivo problematizar la
temática de las agresiones sexuales contra las infancias,
repensar el lenguaje que utilizamos para las denominaciones al
respecto y cuestionar algunos mitos que operan socialmente.
Proceso
histórico de visibilización de las violencias en la
infancia
Los
malos tratos en la infancia han estado presentes en nuestra sociedad
desde tiempos remotos. Sin embargo, desde hace relativamente poco
tiempo, se comenzó a problematizar al respecto como categoría
de análisis y de intervención. Demause (1974) afirmó
que "la historia de la infancia es una pesadilla de la que
hemos empezado a despertar hace muy poco. Cuanto más se
retrocede en el pasado, más bajo es el nivel de la
puericultura y más expuestos están los niños a
la muerte violenta, al abandono, los golpes, al temor y a los abusos
sexuales" (pág. 1).
Investigaciones
de Aries (1973) y Demause (1974) revelaron que hasta el siglo XVIII
los niños eran considerados adultos en miniatura. En ese
entonces comienza a desarrollarse una nueva mirada sobre la infancia,
tanto en la conceptualización de la etapa vital como en el
trato hacia los niños.
Ante
la altísima tasa de mortalidad infantil operante en esa época,
la infancia era considerada la esperanza de las naciones y de la
humanidad. Esto dio lugar a intervenciones proteccionistas de parte
del Estado, tratando de asegurar condiciones sanitarias mínimas,
legislando en materia de trabajo infantil y asegurando la educación
obligatoria. Al mismo tiempo, desde las ciencias van surgiendo
especializaciones profesionales relativas a la infancia: pedagogos,
pediatras, psicólogos infantiles, etcétera. Estos
cambios produjeron transformaciones fundamentales en la experiencia
de vida de niños y niñas. Recién en el siglo XX,
denominado "el siglo de los niños", se produce una
marcada disminución en las tasas de mortalidad infantil, que
habría sido precedida de los cambios a nivel ideológico
mencionados.
La
conceptualización de maltrato
infantil
se va construyendo como marco interpretativo desde el cual no sólo
aprehender la experiencia infantil, sino también intervenir y
regular los comportamientos al interior de la familia (Grinberg,
2010).
En
Argentina, a partir de la década del 1970, pediatras y
profesionales de las ciencias sociales y humanísticas
comienzan a discutir y a producir conocimiento sobre el maltrato
infantil. Surge la preocupación por definir y clasificar sus
tipos, analizar causas y sus consecuencias.
Durante
la década de 1980 los actores del campo judicial mostraron
preocupación por agilizar los mecanismos de denuncia y
protección. "El maltrato" se liberó de la
definición estrictamente pediátrica y devino un objeto
de estudio en otros campos del saber médico, como la
psiquiatría en general y la psiquiatría infantil en
particular, y más tarde en ciencias humanas como la
psicología, el psicoanálisis, las ciencias de la
educación y la historia (Grinberg, 2010).
En
ese marco, con la Convención Internacional de los Derechos de
los Niños, Niñas y Adolescentes, aprobada el 20 de
noviembre de 1989 por la Asamblea General de las Naciones Unidas,
comenzó a reconocerse a los niños como sujetos activos
con derecho de pleno desarrollo físico, mental y social y con
derecho a expresar libremente sus opiniones. El Estado Argentino
ratificó estos postulados en 1990 y en 1994 le otorgó
rango constitucional, garantizando todos los derechos establecidos en
la Convención a todos los niños, niñas y
adolescentes que viven en nuestro país. En ese contexto surge
la creación de distintas áreas gubernamentales y los
primeros programas e instancias específicas destinadas a su
detección y tratamiento.
En
la década del 2000 UNICEF y organizaciones como Save The
Children fomentaron el activismo para modificar normativas que no
perseguían el castigo físico a los niños y
emprendieron acciones contra los tratos crueles y degradantes hacia
la infancia (Ribeiro, 2018).
En
esa misma línea, a nivel local la sanción de la Ley
nacional 26.061 de
Protección Integral de los Derechos de Niñas, Niños
y Adolescentes (SENAF, 2020), instaló
una modificación de circuitos, procedimientos y medidas de
protección frente a hechos que pasaban a ser concebidos como
vulneraciones o violaciones del derecho a la integridad (psíquica,
física, sexual o moral).
La
categoría "violencia" reemplazó a "malos
tratos" o "negligencia" y es el principal motivo de
tomas de medidas de protección excepcional en la mayoría
de las jurisdicciones (SENAF, 2020).
En
la actualidad, la antigua concepción de maltrato infantil,
comprende: violencia física, sexual y emocional, así
como el abandono y la explotación de menores de 18 años.
Datos
actuales
Adentrándonos
en el objetivo del presente artículo, orientado a la violencia
sexual contra la infancia, según
los
datos recopilados por Unicef en diferentes países de la región
de América Latina y el Caribe, entre el 70% y el 80% de las
víctimas de abuso sexual son niñas; en la mitad de los
casos los agresores viven con las víctimas y en tres cuartas
partes son familiares directos.
Si
bien en Argentina no existen datos oficiales sobre abuso sexual
contra la infancia, a partir de diversos estudios especializados a
nivel mundial se estima que los casos son muy frecuentes y su número
supera las denuncias (UNICEF, 2014; 2016; 2017, 2021).
Se
considera uno
de los delitos menos denunciados, ya que el silencio rodea la
problemática, el niño, niña o adolescente guarda
silencio ya sea por vergüenza, temor, desvalimiento,
culpabilización o por efecto de las amenazas y coerción
del agresor.
El
abuso sexual, en cualquiera de sus formas, es un delito y una forma
gravísima de vulneración de los derechos de niños,
niñas y adolescentes. Cao Gené (2019) plantea que el
abuso sexual en la infancia es un daño con carácter
catastrófico que altera, desordena, perturba, fragmenta y
alborota el psiquismo, resultando en una amenaza grave que provoca el
colapso en la integridad yoica y en su constitución. La autora
refiere que, según la edad en la que se haya sufrido la
agresión y el período de desarrollo madurativo en que
el niño se halle, las secuelas serán diferentes. Pero
siempre el abuso sexual tiene un efecto de implosión en la
vida psíquica, en tanto la subjetividad estalla. Los niños
abusados son desapropiados de su autonomía, de su deseo, de su
sentimiento de agencia, de la posesión de su cuerpo.
Deconstrucción
conceptual: necesidad de utilización de terminología
acorde a los derechos de niños, niñas y adolescentes
El
lenguaje crea y legítima realidades, generando preconceptos
que operan en la sociedad. Específicamente en la temática
que estamos abordando, corremos el riesgo de que estos preconceptos
deformen la definición misma y, como resultado, obtengamos una
minimización de la gravedad de la situación. En este
sentido, se destaca la
importancia de reconocer el valor del lenguaje como instrumento de
cambio.
Según
Volnovich (2016) la Convención propuso una transformación
radical de la semiótica adultomórfica, con la propuesta
de reemplazar la terminología "menores" por niños,
niños y adolescentes. Se
considera que la palabra "menores" sola podría dar
a entender que se trata de alguien inferior, subordinado o de nivel
bajo, que son las significaciones que se quieren evitar.
Sin
embargo, la terminología "menores" aún
persiste en la actualidad, sobre todo al interior de las
instituciones judiciales y administrativas que trabajan con las
infancias y adolescencias.
Giberti,
psicoanalista argentina, fue pionera en plantear que la terminología
"abuso sexual infantil" es una denominación
confusa y encubridora, ya que no se trata de una actividad infantil,
siendo indispensable enfatizar que es un adulto quien irrumpe en el
cuerpo y en el psiquismo del niño arrojándolo al
ejercicio de la sexualidad adulta. Su propuesta fue que lo más
adecuado es hablar de ataque sexual que sufre la víctima
(Giberti y otros, 2005).
En
la misma línea, desde UNICEF recomiendan utilizar "abuso
sexual contra niños, niñas y adolescentes", en
vez de "abuso sexual infantil" debido a que el término
da lugar a minimizar la gravedad de la experiencia para el niño.
Además,
al calificar de "infantil" se corre el riesgo de sugerir
que el agresor hubiera cometido un hecho infantil, cosas de niños,
lo que dificulta la comprensión social, cultural y judicial
respecto del riesgo, trascendencia e impacto que genera la violencia
más extrema a la que puede ser sometida una víctima.
Por
su parte, Cao Gené (2022) plantea una crítica al
término abuso, partiendo de la etimología de la palabra
abuso: "mal uso o uso excesivo de una cosa", que ubica al
niño o niña en lugar de objeto, por lo que, en
concordancia con Giberti, también refiere que agresión
sexual es lo más adecuado. Asimismo, la especialista propone
no hablar de víctimas sino de damnificados.
En
concordancia, Garaventa (2022) insiste en que también es
encubridor hablar de "ASI' ya que no se trata ni de una
sigla ni de un eslogan, sino de un delito de consecuencias
imprevisibles para la niñez. Debemos considerarlo como una
catástrofe de carácter traumático para el
psiquismo infantil.
Estrategias
e intervenciones
Claro
está que el abuso sexual es una materia compleja y
multicausal, para lo cual se requiere un abordaje multidisciplinario
e intersectorial desde todos los niveles y en todos los ámbitos
de atención a la infancia y la adolescencia. El Interés
Superior de los niños y niñas debe ser nuestro faro a
la hora de pensar estrategias e intervenciones. Concretamente, cuando
nos referimos a la violencia de tipo sexual contra niños,
niñas y adolescentes, se trata de una de las formas más
devastadoras de violencia, ya que las víctimas sufren daño
grave en su integridad física, psíquica y moral. ¿Todas
las formas de maltrato requieren la misma intervención? La
respuesta es rotundamente no.
Si
bien en la actualidad está vastamente demostrado que todas las
formas de violencia contra la infancia tienen consecuencias severas
en el desarrollo infantil, también se reconoce que el abuso
sexual en la infancia tiene ciertas características que lo
hacen diferente de la negligencia, el maltrato físico o
psicológico y que, por lo tanto, requiere modos específicos
de abordaje.
Por
ejemplo, el maltrato físico, psicológico-emocional y la
negligencia tienen diversos niveles de gravedad que permiten
articular diferentes estrategias de intervención, por lo que
la desvinculación paterno-filial no siempre es condición
necesaria para trabajar en la modificación de la conducta.
En
cambio, en el abuso sexual contra las infancias la separación
transitoria del niño abusado de quien abusa de él es
condición sine
qua non
para garantizar que el abuso sexual se detenga (Baita & Moreno,
2015).
Este
tipo de agresiones son frecuentemente perpetradas por una persona
conocida, cercana al niño, niña o adolescente, pudiendo
ser éste un familiar u otra persona conocida de su entorno
comunitario y/o socioeducativo (vecino, amigo de la familia, docente,
cuidador, etcétera).
En
base a las estadísticas recientes (recogidas por el Equipo de
atención de la línea 137 del Programa Las Víctimas
contra las Violencias, 2020-2021), sobre una base de 5240 víctimas,
en referencia a los contextos donde se producen las agresiones surge
que el 53 % de los casos es en el hogar de la víctima; el 18%
de los casos en la vivienda del agresor; el 10 % de los casos en la
casa de un familiar. Con respecto a los agresores, en el 75 % de los
casos se trata de un familiar, de los que en el 40 % de los casos es
el padre y el 16 % de los casos es el padrastro (UNICEF, 2021).
Es
imprescindible aclarar que, desde el abordaje
victimológico-asistencial, se sugiere como prioritario
proteger a la niña o niño ante la sospecha de un abuso
sexual (Jofre, 2016), es decir, evitar todo contacto con el agresor o
presunto agresor.
En
la misma línea, los tratados y convenciones internacionales de
Derechos Humanos contemplan expresamente prácticas respetuosas
y acordes con los derechos fundamentales de las víctimas, en
especial de niñas y niños, posibilitando la escucha
cuidadosa de su palabra, el resguardo de su integridad emocional y su
protección frente al agresor, debiendo evitarse todo contacto
entre la niña o el niño y el denunciado agresor.
Algunos
mitos acerca de las agresiones sexuales contra las infancias
Según
el Diccionario de la Real Academia Española (2001), un mito es
una persona o cosa a las que se atribuyen cualidades o excelencias
que no tienen, o bien una realidad de la que carecen.
Los
mitos instalan sentidos que operan en la realidad social.
Es
frecuente observar obstáculos a la hora de la evaluación
y/o detección del abuso sexual contra la infancia de parte de
profesionales de la salud, terapeutas, operadores, funcionarios
judiciales. Es dable destacar que los obstáculos y las
intervenciones fallidas, mal planificadas y/o mal implementadas, así
como la falta de intervención, son la principal causa por la
cual un niño o niña que padece abuso puede seguir
siendo víctima del mismo abuso, sin que nada se modifique.
En
ese sentido, es imprescindible romper con los mitos que rodean el
abuso sexual contra la infancia para alcanzar abordajes más
ajustados a la problemática de los niños/as.
También
es imprescindible agregar que los mitos respecto al abuso sexual en
la infancia no se rompen por el solo hecho de contar con formación
en la materia, también es necesario revisar nuestra propia
cosmovisión sobre sexualidad, parentalidad, familia, género
e infancia.
La
propuesta es empezar desandando algunos mitos más frecuentes.
"El
abuso sexual contra las infancias sucede en clases sociales bajas"
Las
agresiones sexuales contra niños, niñas y adolescentes
son hechos frecuentes que suceden sin distinción de clase
social. Desde UNICEF (2017)
plantean
la existencia de un subregistro estadístico de los casos que
afectan a los niveles socioculturales más acomodados, ya que
suelen denunciarse aún menos que el resto.
Vicente
(2017) afirma que el
abuso sexual no se asocia con el estatus socioeconómico de los
padres, pudiendo encontrarse en cualquier clase social. Y refiere que
es más difícil su detección en niveles
socioeconómicos elevados ya que en esos casos el abusador
cuenta con recursos e influencias para ocultarlo y que no se haga
público.
"Los
agresores sexuales son enfermos mentales y/o abusan de drogas y/o de
los efectos del alcohol"
Lo
cierto es que no se cuenta hasta la actualidad con un perfil del
agresor sexual. Es decir, no contamos con una manera de saber, a
partir del tipo de personalidad o la conducta social, si una persona
es o no un agresor sexual de niños, niños o
adolescentes.
De
los estudios de prevalencia e incidencia surge que la mayoría
de los ofensores sexuales son hombres y que la mayoría de sus
víctimas son mujeres. Suelen ser personas exitosas y
socialmente aceptadas, que circulan disimulados en el entorno
familiar y social (Baita & Moreno, 2015; Intebi, 1996; Giberti,
2017).
Por
otra parte, es relevante considerar que el victimario no busca
satisfacer su apetito sexual, sino que su deseo está dirigido
al sometimiento y humillación hacia el otro (Garaventa, 2008).
Baita
& Moreno (2015) plantean que, en estudios de personalidad,
algunos ofensores sexuales muestran rasgos de impulsividad, pero no
todos. Algunos ofensores sexuales muestran dificultades de algún
tipo en la esfera sexual, pero no todos. Existe consenso en que, en
términos generales, los ofensores sexuales no reconocen su
responsabilidad en el hecho, o la minimizan y suelen culpabilizar al
niño por lo sucedido.
Con
respecto al consumo abusivo de alcohol, las autoras plantean que a
pesar de que se tiende a relacionar el abuso sexual con el
alcoholismo, la mención del consumo excesivo de alcohol parece
ser más una manera de excusar o racionalizar las acciones del
agresor que un factor de causa-efecto. Por otro lado, la ingesta de
alcohol, si bien reduce la inhibición de los impulsos, no
genera necesariamente una conducta sexualmente abusiva; no todas las
personas que se alcoholizan abusan sexualmente de un niño, ni
todas las personas que abusan sexualmente de niños y niñas
se alcoholizan (Baita & Moreno, 2015).
"Las
mujeres no cometen abusos sexuales"
Las
cifras actuales indican sobre el género de los agresores que:
el 89% de los agresores son de género masculino; el 7% de los
agresores son de género femenino; y del 4% de los casos no hay
datos. Es importante mencionar que el estudio e investigación
de las mujeres agresoras sexuales es una línea de
investigación relativamente nueva, por lo que los hallazgos y
el conocimiento que existe provienen de investigaciones realizadas en
las últimas décadas, tanto en víctimas como en
agresoras (Carrasco Dauvin & Trujillo, 2022).
Una
de las investigaciones que ha brindado aportes significativos en el
área fue la de Gannon & Rose (2008), quienes describieron
que en los delitos sexuales cometidos por mujeres existen creencias
que interfieren en su visibilización y en las denuncias, entre
las que se encuentran: "el abuso sexual infantil es un problema
cometido por hombres"; "el abuso sexual de mujeres es
inofensivo"; "las mujeres que abusan sexualmente de niños
presentan problemas mentales".
Al
igual que en el caso de los varones que cometen delitos sexuales, el
vínculo entre la víctima y victimaria es en la mayoría
de los casos familiar, sumado a que ellas ejercen un rol de
cuidadoras de alta confianza, con acceso al contacto físico
libre con niños y niñas, validándose dicha
conducta bajo el marco del rol femenino de cuidado, generalmente en
el marco de las tareas mismas del cuidado: higiene, baño,
cambiado.
Se
encuentra un gran obstáculo en la visibilización,
evaluación e intervención eficaz de parte de los
agentes de intervención y en la sociedad en general, ya que
existe una dificultad para pensar a una mujer ejerciendo actos
sexualmente abusivos contra niños y niñas a su cuidado.
En
ese sentido, observamos en la práctica que, si una mujer o
niña relata que fue abusada por el padre y la madre, se suele
tomar como cierto el abuso por el padre, mientras que se considera
que el relato sobre el abuso de la madre es silenciado o es
catalogado como producto de la fantasía o una proyección.
Claro
está que el abuso perpetrado por mujeres es un concepto aún
más insoportable de comprender y de asimilar por el rol social
asignado a la mujer.
"Los
niños fantasean y mienten",
"los niños/as son manipulados para hacer declaraciones
falsas"
Este
es un punto en el que considero crucial detenernos. Los niños
víctimas de agresiones sexuales suelen experimentar
sentimientos de culpa, miedo, vergüenza, frustración.
Debemos tener en cuenta que muchos de ellos no piden ayuda en forma
clara y explícita, algunos porque no pueden recordar con
exactitud lo sucedido otros porque no pueden ponerlo en palabras. Lo
cierto es que, al igual que los adultos, todos los niños
mienten en alguna ocasión. Ahora bien, la discusión se
presenta respecto a si un niño puede fantasear una situación
de abuso sexual sin realmente haberla vivido. Es dable destacar que
un niño o niña no puede fantasear aquello que
desconoce, es decir, fantasear detalles de una actividad sexual
adulta sin conocerla, sin vivenciarla.
En
cuanto a la capacidad de recordar de los niños más
pequeños, diversos estudios dan cuenta de que los niños
pueden recordar lo sucedido desde los tres años de edad. En
momentos de estrés es posible que recuerden los hechos
centrales más que los periféricos. También
pueden variar la calidad del recuerdo y la cantidad de detalles según
la edad (Baita & Moreno, 2015).
Burgos
(2010) afirma que los niños/as pequeños aún no
cuentan con recursos mentales para tener nociones de serialización
de los eventos y son susceptibles a tener distorsiones sobre el
tiempo y la secuencia de los eventos.
Además,
el contenido de las memorias traumáticas depende de la
capacidad de entender la metacognición de las emociones, es
decir, de lo que las emociones representan. La complejidad de las
situaciones traumáticas puede generar dos o más
emociones.
En
niños/as preescolares, la ausencia de la metacognición
de las emociones puede interferir en la reconstrucción
emocional de la experiencia. Esta capacidad aumenta con la edad y
permite hacer discriminaciones entre las emociones, en especial las
negativas.
También
hay que destacar que parte de la experiencia del abuso pudo haber
sido almacenada bajo la forma de memorias implícitas
(sensaciones corporales, información sensorial, emociones),
que pueden acompañar el relato del niño, aunque éste
no pueda brindar una narración detallada, con sintaxis, lógica
y orden en el relato. Por tal motivo, es imprescindible que quien
escuche sea un/a profesional con formación especializada,
entrenamiento adecuado y profunda empatía.
Palabras
finales
Es
innegable que las agresiones sexuales contra niños, niñas
y adolescentes dejan secuelas a corto, mediano y largo plazo, ya que
se producen en una etapa de la vida crucial para el desarrollo
físico, psíquico y emocional y, sobre todo, porque como
hemos visto, es ejercido mayormente por personas cercanas y de
confianza de quienes el niño/a espera protección y
cuidados.
Se
trata de un flagelo mundial, observado en todas las culturas y
niveles socioeconómicos, que presenta cifras alarmantes. Los
niños, niñas y adolescentes que lo padecen no siempre
pueden expresar con palabras lo que les sucede, a veces lo comunican
mediante un lenguaje cifrado, en el juego, los dibujos, en sus
conductas y comportamientos. Algunos niños externalizan el
impacto emocional siendo agresivos, transgresores y disruptivos,
otros revierten el impacto sobre sí mismos, es decir de forma
pasiva: sobreadaptados e híper-maduros; y también están
los niños que se presentan asintomáticos. Muchas veces
no hay huellas en el cuerpo, porque los perpetradores se las ingenian
para no dejarlas o porque no tienen contacto físico. De hecho,
frecuentemente no utilizan fuerza física para someter, pero sí
coerción y amenazas.
Es
una problemática compleja que requiere de experticia y un gran
compromiso con las acciones concretas de prevención e
intervención. En ese sentido, es urgente una formación
profesional sólida en la materia de
todos
los agentes que por su función trabajen en relación
directa con niños, niñas y adolescentes (profesionales,
funcionarios/as judiciales, operadores/as) así como el diseño
de protocolos de evaluación e investigación que
consideren la variable de género, perspectiva de infancia y la
sensibilización pública, esencial para una detección
temprana y actuaciones oportunas. La protección a la infancia
debe ser una prioridad de todos/as.
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