Introducción
Junto
con la depresión, las nuevas adicciones se han transformado en
el emblema de la sociedad posmoderna. La patología es una
noción subjetiva que experimenta el sujeto que se ve alienado
y "tomado" por un proceso que escapa a su voluntad.
Las
dependencias afectivas o vínculos
adictivos
se definen como un patrón vincular disfuncional que-al igual
que en otras adicciones- no pueden detenerse a pesar del sufrimiento
que acarrean. La droga
es la pasión y la química del enamoramiento que
funcionan como un potente antidepresivo y generan una sensación
de euforia similar a la hipomanía.
En
personas vulnerables, este estado funciona como un alterador del
estado de ánimo que les sirve para anestesiar el sentimiento
de vacío, por lo cual, cuando la fase de enamoramiento llega a
su fin, se quedan atrapadas en un intento de reedición de
aquella sensación original aún cuando la relación
sea inconveniente.
Estas
personas se relacionan con personalidades narcisistas y evitativas
con quienes recrean el apego ansioso-ambivalente que han vivido en su
infancia. De este modo, el pasaje constante de la idealización
a la frustración es el correlato de una fuerte activación
y luego una fuerte caída de la liberación dopaminérgica
en el circuito mesolímbico de recompensa.
Hemos
visto en la experiencia clínica de los dependientes afectivos
una clara relación con el apego inseguro infantil. En la
mayoría de los casos se trata de hijos parentalizados que han
sido cuidadores de sus cuidadores.
El
tratamiento terapéutico combinado con grupos de autoayuda ha
resultado eficaz en la mayoría de los casos ya que el grupo
restituye la base
segura
-en términos de Bowlby (2012)- y funciona como un tutor
de resiliencia.
El
interés de estos grupos además, es hacer detección
primaria de casos de violencia ya que las dependencias fomentan un
alto grado de sumisión y violencia emocional que va aumentando
la carga alostática y conduce al estrés crónico
y a la depresión.
Nuevos
tiempos, nuevas adicciones
Vivimos
tiempos de hiper.
La sociedad posmoderna que tan bien describía Gilles
Lipovetsky (1987) caracterizada por lo efímero y el vacío
ha dejado paso a la hipermodernidad.
Mientras en la posmodernidad mandaba el hedonismo, el placer
inmediato y la consigna era vivir el presente por la ausencia de
futuro, en los tiempos actuales la fiesta parece haber terminado.
Los
sociólogos y filósofos describen nuestro tiempo como
una época de excesos y de aburrimiento. Hiperconectados,
hiperindividualistas, hipernarcisistas,
hiperconsumistas.
Los nuevos cambios que se advierten desde comienzos de la década
del 90 encuentran a los individuos mucho más fragilizados,
menos contenidos por las instituciones y con más carga de
angustia existencial frente a un neoliberalismo que los deja en la
calle, en situaciones laborales precarias, con una inseguridad
creciente por atentados terroristas salvajes en todas partes del
mundo y con la necesidad imperiosa de no envejecer para no quedar
fuera del mundo. Un narcisismo exacerbado en el que el
otro
desaparece. En palabras de Byung-Chul Han (2014) (pag.1): "La
depresión es una enfermedad narcisista. Conduce a ella una
relación consigo mismo exagerada y patológicamente
recargada. El sujeto narcisista-depresivo está agotado y
fatigado de sí mismo". La sociedad actual ve aumentar
la prevalencia de depresión y los trastornos de ansiedad, los
intentos de suicidio. Y trata incluso de medicalizar la angustia
existencial que no responde a ningún fármaco.
Es
en ese contexto en el que se desarrollan lo que se ha dado en llamar
las
nuevas
adicciones
que
ya pelean el podio de los trastornos psiquiátricos junto a la
depresión. Es tiempo de excesos y esa falta de medida es
visible en todo: desde el consumo hasta el sexo, desde la comida
hasta el trabajo. No hay tiempos muertos. La vida se desarrolla
conectados a tres o cuatro pantallas (smartphones, tablets,
televisores y videojuegos) y la conexión de 24 horas ya no
deja espacio sin ocupar.
Videojuegos,
series de Netflix, WhatsApp, Instagram, Tinder, Facebook, Twitter, el
trabajo, el sexo y por supuesto, las relaciones amorosas son ahora el
objeto de estudio. Pero la primera pregunta que nos surge es: ¿se
trata de actividades adictógenas o se trata de una persona
vulnerable que encuentra un camino disfuncional de alterar un estado
de ánimo que le resulta insoportable? ¿Se trata de las
drogas, la comida o las personas? ¿Se trata de actividades y
sustancias que dan placer y por eso no se pueden dejar?
La
primera aproximación que haremos al tema es entender que estas
adicciones
aparecen más como una manera de aliviar el dolor y la
insatisfacción que como una búsqueda de placer.
Ya
en 1975, Stanton Peele y Archie Brodsky (1975), en Love
and addiction desarrollaban
la idea de que era la experiencia y no la sustancia lo que conducía
a la adicción. Los autores sostenían que frente a una
sensación de ansiedad, angustia y dolor, la experiencia
adictiva funciona como una suerte de analgésico que elimina
transitoriamente el malestar. Dentro de ese marco, las relaciones
amorosas podrían ser la experiencia adictiva por excelencia.
A
partir de entonces, quedó abierto el camino y aparecieron una
gran cantidad de publicaciones y- sobre todo- libros de autoyuda que
hacían referencia al amor como adicción. Dependencias
afectivas, codependencia, adictos al amor y a las personas, vínculos
tóxicos, fueron algunas de las maneras de intentar describir
un fenómeno que aparecía con más claridad en la
consulta que en los manuales. En 1986, el best – seller mundial
de Robin Norwood, Las
mujeres que aman demasiado y
los libros de Melody Beattie sobre Cómo
liberarse de la Codependencia, se
transformaron rápidamente en referencia obligada del tema en
cuestión. De enorme validez y ayuda en la divulgación
generaron, no obstante, algunos malentendidos dentro del mundo
académico que no lograba – y aún hoy- arribar a
una definición unánime.
Quienes
hemos trabajado en este tema desde la primera hora asistimos y
contribuimos activamente a limpiar el terreno para que pueda tener
ingreso al mundo académico y deje de ser considerado como un
artículo de mercadeo de revistas femeninas. A continuación
trataré de resumir algunas de las conclusiones de todos esos
trabajos.
Una
historia de apego
A
mediados del siglo pasado, y sobre todo en época de posguerra,
comenzaron profundas investigaciones sobre las consecuencias de la
deprivación de las figuras de apego y cuidado en los bebés
o niños en los primeros años de sus vidas. Se trabajó
en instituciones hospitalarias con niños que habían
quedado sin padres o fueron abandonados.
De
este modo, se retomaban los trabajos que ya Freud había
iniciado, pero con la mirada puesta esencialmente en el vínculo
del niño con su figura de apego. La teoría del apego es
una conceptualización sobre la tendencia a buscar vínculos
duraderos de proximidad y contacto. Muchos fueron los investigadores
que dedicaron gran parte de su vida al estudio de estas relaciones.
Quizás, uno de los referentes más importantes haya sido
el psicoanalista inglés John Bowlby (1907-1990) quien
- entre
otras cosas- fue consultor para la Salud Mental en la Organización
Mundial de la Salud -OMS- durante veintidós años. Los
trabajos de Freud y las investigaciones del etólogo Konrad
Lorenz sobre la impronta tuvieron gran influencia sobre él.
Bowlby
(2012) sostiene que el apego es "una motivación
aprendida que permite al infante establecer un vínculo con una
persona específica y establecer con ella una base
segura
que le permita la exploración del mundo".
La
idea de una base
segura
ha sido de capital importancia para comprender los estilos de apego
infantiles. Los niños que sienten que su figura está
disponible y que interpreta sus necesidades se calman rápidamente
frente a la separación. Salen a explorar el mundo con la
agradable sensación de que esos adultos estarán allí
para cuidarlo. Esta es la paradoja: si el niño siente que su
figura de apego es estable y no se va, es él quien puede
partir. Dice Boris Cyrulnik (2002), neuropsiquiatra, etólogo y
psicoanalista francés, que el niño que se siente
querido puede partir: "¡Quiéreme! Así
tendré el coraje de alejarme".
Estos
niños crecen con autonomía y confianza en los otros y
en sí mismos. Interiorizan a la figura de apego así
que salen al mundo seguros y sin angustia de separación. La
confianza hacia una nueva figura de apego se establece rápidamente,
de modo que son muy sociables.
En
cambio, los estilos de apego inseguro caracterizan a los niños
que no han tenido padres en quienes puedan confiar. Han sido padres
con dificultades para cuidar, sostener o dar estabilidad emocional al
niño. El resultado es que estos niños no pueden tener
autonomía y no logran alejarse de la figura de apego. Su
actividad exploratoria es muy baja y su ansiedad, muy alta.
El
estilo de apego ansioso-ambivalente es uno de los estilos de apego
inseguro y se define por una intensa angustia de separación.
El niño nunca siente la seguridad de que podrá disponer
de su figura de apego por lo cual debe tenerla cerca y controlada.
Esta figura puede darle momentos de excesivo contacto y luego
desaparecer, como por ejemplo una madre depresiva, con trastorno
límite, bipolar o adicta.
La
patología del vínculo: hijos parentalizados
Los
niños que crecen en hogares en los que los padres no han
podido cuidar covenientemente, crecen como si fueran los adultos
responsables de la familia. Se alteran las jerarquías y son
ellos los que se hacen cargo de cuidar a padres que parecen frágiles,
inestables o infantiles. Se hacen cargo de sus hermanos y de su
propia vida en un intento de frenar el caos de esa anarquía
familiar.
Estos
hijos
parentalizados se
sobreadaptan y cargan con una responsabilidad inaecuada para su edad
a la vez que crecen siendo hijos de nadie. Sin padres que los puedan
cuidar, pero a la vez teniendo que ser cuidadores de sus propios
cuidadores.
Con
un claro estilo de apego inseguro y con un sentimiento de vacío
del que nunca ha podido ser niño, llegan a la edad adulta muy
mal provistos para poder confiar en sí mismos y en su
capacidad para ser amados.
Necesitan
con desesperación del amor de los demás y tratan de ser
complacientes y de adecuarse a las demandas del entorno con la
ilusión de que serán aceptados y queridos. Exigidos,
responsables en exceso, sobreadaptados y con una hipertolerancia
aprendida al dolor emocional, son el blanco vulnerable para
relaciones asimétricas y abusivas. Son los "mendigos
del amor" capaces de hacer y soportar cualquier cosa con tal de
ser queridos y de evitar un abandono.
La
ilusión amorosa: una droga potente
Si
el enamoramiento y el período inicial de una relación
amorosa son una chispa enloquecedora para cualquiera, tanto más
para quien vive sediento de la ilusión de ser amado. Los
dependientes afectivos encuentras en la química del
enamoramiento el antidepresivo por excelencia que les anestesia el
vacío emocional con el que han llegado a la vida adulta.
Incapaces
de valorar adecuadamente la conveniencia o no de un vínculo,
son capaces de sostener un mecanismo defensivo de negación
frente a cualquier atisbo de señal que les anuncie que su
relación se puede terminar. Comienzan entonces una carrera sin
medida para satisfacer a su compañero aún cuando tengan
evidencias incontrastables de su desprecio, su desamor o su maltrato.
Anhelan volver a sentir la química inicial y se quedan
aferrados a la ilusión de que esos tiempos volverán y
de que su pareja será aquel con quien soñaron. Viven
haciendo controrsiones para acomodarse a una relación que ya
no tiene espacio para recibirlos y su reacción frente al
rechazo es la misma de un jugador compulsivo: apuestan más
fuerte y dan aún más ya que suponen que son los
culpables del mal funcionamiento de la relación.
Cuando
la caída del enamoramiento les anuncia que la relación
no es lo que esperaban buscan un camino alternativo para no afrontar
la pérdida: la negación o el intento esforzado e
ilusorio de cambiar al otro para que pueda, por fin, amarlos.
Claro
está que tal asimetría en el orden de la necesidad
emocional será el caldo de cultivo para una relación
donde se instale el abuso, la violencia psicológica o el
maltrato sin que estos datos puedan ser siquiera adevertidos por el
dependiente emocional que los minimiza y los justifica. Ha crecido en
medio de las tormentas y es un buen piloto de guerra. Naturalizó
el dolor y el sacrificio y nada le parece demasiado intolerable.
No
pasará demasiado tiempo hasta que empiece a manifestar
síntomas de ansiedad y depresión y/o todo el espectro
somático de quien sufre una situación de estrés
crónico y carga alostática: enfermedades autoinmunes,
cardiovasculares, gastrointestinales y todo aquello que se producto
de ese cortisol no frenado característico de quien vive en un
estado de alerta y amenaza de abandono constante.
Psicoterapia
y grupos de autoayuda: los tutores de resiliencia
Los
dependientes afectivos demoran bastante en llegar a la consulta.
Temen que un tratamiento consista en alejarlos de su "droga"
y buscan otros caminos para solucionar su dolor. En ocasiones, llegan
para ver cómo podrán solucionar su relación de
pareja o acuden a la consulta psiquiátrica para que un
antidepresivo o un ansiolítico los ayude a anestesiarse y
seguir soportando un poco más.
Cuando
los psicoterapeutas les explicamos que no están allí
para separarse, para quedarse o para irse, sino para entender por qué
se relacionan del modo en que lo hacen, el alivio es inmediato.
Aceptan entonces entregarse a la tarea de encontrar las razones que
los llevaron a anudar amor y sufrimiento a lo largo de sus vidas y a
internarse en el camino que los llevará a asumirse como
adultos que puedan ser autónomos para elegir el rumbo de sus
vidas. Porque esta es la paradoja en la que viven: se han
desarrollado como adultos que funcionan muy bien en todas las áreas
de la vida que implican lo laboral, lo profesional, lo académico
y hasta la tarea parental. Sin embargo, en su vida de relación
siguen siendo niños carentes, obstinados y caprichosos
llorando y haciendo berrinches por no poder ser amado por quien
quieren y de la manera que quieren. Una manera disfuncional y una
elección disfuncional que nunca dejará el sabor de ser
suficiente.
En
ese camino será necesario que el terapeuta y los grupos de
autoayuda funcionen como tutores
de resiliencia: aquellos
pilares que faltaron y a los que puedan asirse para continuar su
propio desarrollo psíquico. Personas en las que puedan
confiar y que les aseguren que ellos mismo podrán. Que les
devuelvan la confianza y les den el soporte para atravesar ese vacío
insoportable de quien nunca pudo ser cuidado. Parafraseando a al
escritor Pablo Ramos (2016) y adaptando la frase de su novela, la
invitación que se le hace a las integrantes del grupo de
autoayuda para dependientes afectivas es: "Vos vení,
nosotras vamos a cuidarte hasta que puedas cuidarte sola".
Referencias
Bowlby,
J. (2012). El
apego: Vol. 1 de la trilogía: El apego y la pérdida.
Buenos Aires: Paidós.
Cyrulnik,
B. (2002). Los
Patitos feos: la resiliencia: una infancia infeliz no determina la
vida.
Barcelona: Gedisa.
Han,
Byung-Chul. (2014). La
agonía del Eros.
Pág 11, Barcelona: Herder.
Lipovetsky,
G. (1987).
L'empire de l'éphémère,
Ed. Gallimard.
Peele,
S, & Brodsky, A. (1975). Love
and Addiction.
New York: Taplinger Pub.Co.
Ramos,
P. (2016): Hasta
que puedas quererte solo,
Alfaguara.