Introducción
El trabajo en abuso sexual
infantil, implica abordajes complejos y desalentadores que nos
impulsan de manera permanente a la búsqueda de recursos que
contribuyan a la reparación.
El ASI (Abuso Sexual Infantil)
se define como "Contactos e interacciones entre un niño
y un adulto cuando el adulto (agresor) usa al niño para
estimularse sexualmente él mismo, al niño o a otra
persona. El abuso sexual puede ser también cometido por una
persona menor de 18 años cuando ésta es
significativamente mayor que el niño (víctima), o
cuando el agresor está en una posición de poder o
control sobre otro" (Save the Children, 2001, p. 18).
Hay dos elementos presentes en
el ASI, "la coerción y la asimetría de edad",
la diferencia de edad impide la libertad de decisión y hace
imposible una actividad sexual común; es esta asimetría
la que supone en sí misma un poder que vicia toda posibilidad
de relación igualitaria (Cantón Duarte, 1997).
Atender a la complejidad del
abuso supone corrernos de representaciones donde el niño
queda en un lugar de víctima, dañado; esquema que
afecta al mismo, su familia y los profesionales que lo asisten.
Resulta importante trabajar el
ASI, considerando al niño parte de un proceso de
interrelaciones, no signado por un destino trágico e
inamovible. Como señala Aldous Husley "la experiencia
no es lo que le ocurre a uno es lo que uno hace con lo que le
ocurre" (en Freeman, Epston,
y Lobovits, 2001, p. 16).
El ASI resulta una experiencia
habitualmente relacionada con desorganización personal y
familiar, crisis, incomunicación, capacidades parentales
deficitarias, falta de habilidades para reorganizar el entramado de
posiciones y roles de cada componente del sistema,
indiferencia, desapego, ausencia de otras personas significativas,
escasa disponibilidad de fuentes de apoyo externo, aislamiento
social, pobreza, etc.
En el ASI es frecuente
encontrarnos con familias arrasadas ante el impacto de lo vivido,
donde emociones como culpa, confusión, duda, se refuerzan en
modelos familiares rígidos, la expresión de las
emociones no circula de modo natural, y el ambiente familiar está
más asociado a la distancia o amenaza que a la proximidad y
comprensión empática.
Hay lecturas que se asientan en
el déficit, teñidas de preconceptos y prejuicios,
tomando como punto de partida lo que no se tiene o lo que falta en
lugar de considerar las fortalezas y recursos para construir.
Sin embargo, el trabajo con
estas familias nos ha demostrado que es posible que su respuesta
frente a la adversidad sea diferente, donde al dolor y angustia
pueden sucederse la contención, protección,
afrontamiento, crecimiento y comunicación. La crisis también
puede disparar la posibilidad de redireccionar objetivos de vida,
nuevas lecturas en torno a lo vivido, mayor involucramiento y
desarrollo de capacidades en cada uno de los miembros de la familia.
Precisamente la RESILIENCIA es
un concepto comprometido con la promoción, con la
maximización del potencial y bienestar entre los sujetos. Un
proceso donde la familia, el grupo de pares, las instituciones,
entre otros, son nichos contextuales que contribuyen a su
desarrollo.
Resiliencia
y resiliencia familiar
Durante mucho tiempo se puso
énfasis en la resiliencia
individual entendida como "la capacidad de resistir y tener
éxito frente a los desafíos críticos de la
vida" (Walsh, 2005, p. 76).
El análisis estaba puesto
en los recursos individuales, considerando a la familia como
variable a descartar ante la disfuncionalidad.
El marco de la resiliencia
familiar propone un desplazamiento en el análisis de los
recursos familiares "relaciona el proceso de la familia con
los desafíos que se le plantean, evaluando el funcionamiento
familiar en su contexto social y su grado de ajuste a éste
según las diversas exigencias.... Incorpora una visión
evolutiva de los desafíos que la familia enfrenta a lo largo
del tiempo y etapas del ciclo vital" (Villalba Quesada, 2003,
p. 292).
Implica una mirada de respeto y
compasión hacia familias desorganizadas y con limitaciones,
intentando poner el foco en aquello que se puede rescatar o mejorar.
Un proceso resiliente implica
una diferente interpretación de acontecimientos y de las
influencias de los contextos, y por ende una nueva mirada de las
personas.
"Cuando las familias van
ganando recursos, reducen el riesgo y la vulnerabilidad y están
en mejores condiciones para enfrentar desafíos venideros. Así
pues, construir la resiliencia también es una medida
preventiva" (Walsh, 2005, p. 92).
Podemos afirmar que el concepto
de resiliencia
familiar constituye
una alternativa o propuesta esperanzadora y positiva para el trabajo
en maltrato infantil, negligencia, abuso, etc.
Es una respuesta que considera a
la familia como una red que involucra a otros, no sólo a los
progenitores, donde todos los miembros del sistema familiar son
desafiados por las circunstancias adversas, con potencial para
crecer.
Se la concibe como engranaje
relacional y ecosistémico, ya no un escudo o armazón
individual, no es un concepto estático, sino que tiene un
carácter dinámico, contextual e histórico.
"El concepto de
resiliencia familiar
va más allá de considerar a cada uno de los miembros
de la familia como miembros exclusivos de la resiliencia individual
y se focaliza en el riesgo y la resiliencia en la familia, tomada
ésta como una unidad funcional" (Walsh, 2005, p. 78).
La resiliencia familiar implica
habilidades que la unidad "familia" demuestra en
momentos de adversidad, que contribuyen a recuperarse manteniendo su
integridad como tal, impactando sobre el bienestar de cada miembro
de la familia como un todo (Madariaga, 2014).
Una premisa básica de la
mirada sistémica es que las crisis y la adversidad impactan
sobre toda la familia. Los procesos familiares que se activan en la
adversidad pueden generar la recuperación de todos y cada uno
de los miembros, así como de la familia entendida como
sistema.
El modelo propuesto por Walsh
(2005) destaca procesos claves en la resiliencia familiar, como
sistema de creencias, modelos organizacionales, comunicación/
resolución de problemas, poniendo énfasis
en la importancia de los procesos, esto es, la resiliencia se
encuentra entrelazada con movilidad, flexibilidad, interrelación
de procesos que incluye al individuo, la familia y espacios
socioculturales más amplios.
En síntesis, la
resiliencia implica una cualidad inestable, dinámica, que se
desarrolla, que se crea en el tiempo y se mantiene en la dialéctica
de las personas y el contexto (Uriarte Arciniega, 2005, 2013).
La
intervención profesional
La intervención para
promover, activar y acompañar los procesos de resiliencia
debe orientarse siempre hacia los derechos humanos y la búsqueda
de mejores caminos de vida y desarrollo, así como con
posicionamientos y principios de respeto y autonomía de las
personas (Madariaga, 2014). Este horizonte debe estar presente en
cualquier intervención, teniendo en cuenta que son
innumerables las situaciones donde no es la técnica
terapéutica la que en sentido estricto garantiza el éxito
de las mismas si perdemos de vista tal posicionamiento ético.
Cuando la subjetividad del ser
humano es descalificada, éste se vuelve en objeto social, y
el desarrollo de la resiliencia se bloquea y entorpece,
perpetuándose en lugares donde otros deciden por él.
Es imprescindible que los
profesionales que acompañamos en la recuperación de
familias que han sufrido sucesos tan conmocionantes como el abuso,
reconozcamos las posibilidades de transformación de sus
historias de vida, de manera que identifiquen y luchen por sus
derechos y necesidades. No prestar atención a los fenómenos
sociales promueve la adaptación a un modelo de sociedad no
igualitario.
La resiliencia y la
vulnerabilidad nunca constituyen características permanentes
ni en las personas ni en los grupos. Pueden variar según las
circunstancias. "La resiliencia implica una cualidad
inestable, dinámica, que se desarrolla, que se crea en el
tiempo y se mantiene en la dialéctica de las personas y el
contexto" (Uriarte Arciniega, 2013, p. 12).
Desde este marco hay una
conexión entre ética y resiliencia, que conduce a un
cambio de mirada como inspiración para repensar nuestras
prácticas donde no siempre lo que parece más positivo
o protector es lo único adecuado, ni lo negativo o de riesgo
rechazable desde un principio.
El carácter integrativo
de la noción de resiliencia habilita a pensar en
posibilidades múltiples.
Con gran frecuencia observamos
que en las familias que han transitado vivencias de abuso, son las
madres y/o abuelas quienes inicialmente solicitan ayuda y son
capaces de implementar y activar recursos protectores hacia el niño
y demás miembros del sistema, en contraposición a
representaciones populares acusatorias, que las ubican y describen
como cómplices, negligentes, descreídas y no
protectoras, aunque en las últimas décadas también
se las considera víctimas secundarias que padecen la
victimización de sus hijos e hijas (Madariaga, 2014).
Resulta esencial pensar las
soluciones y estrategias para trabajar en ASI desde una perspectiva
integral y comprensiva, esto es, de no enjuiciamiento, que se abra
del modelo tradicional, padre- madre e hijos y atienda a otros
miembros de la familia como hermanos u otros significativos.
Muchas veces la
institucionalización, con la resultante separación del
niño de su entorno, resulta una respuesta que muestra la
incapacidad de responder a las necesidades de otro acompañamiento
en la reconfiguración, aporte y soporte a estas familias.
Los miembros de la familia
reaccionan de diferentes formas de acuerdo a sus condiciones
emocionales, sociales, económicas, para construir caminos de
superación, por lo tanto centrar la responsabilidad solo en
uno de estos miembros, por ejemplo la madre, constituye un recorte.
"En este sentido, resulta
importante sondear y potenciar posibles redes de apoyo, con el
objeto de estimular vínculos comunitarios que la mayoría
de las familias han perdido" (Villalba Quesada, 2003, p. 297).
Proponemos un ejemplo de la
práctica clínica, como modo de ilustrar las ideas y
nociones teóricas.
Lucas es un niño de seis
años de edad, muy cariñoso e inquieto. Durante
aproximadamente ocho meses vivió encerrado junto a su madre
Inés, en la casa de la pareja de la misma, Juan, quien era
muy violento con ambos.
El niño fue testigo de
insultos y malos tratos hacia su progenitora. Los golpes y amenazas
formaban parte de lo cotidiano.
El niño sufrió
maltrato verbal, físico y psicológico, lo encerraba en
el baño, donde permanecía durante períodos
prolongados y su madre le pasaba alimentos por una ventana. No
asistía a la escuela ni podía jugar con otros niños.
Los daños físicos
incluyeron: quemaduras en el pie realizadas con un encendedor,
golpes en la espalda y cabeza, asfixia con un balde con agua, etc.
Sufrió abuso sexual, además de ser obligado a realizar
acciones como comer su propia materia fecal.
Inés logró
escaparse y actualmente viven con el niño en casa de sus
padres y hermanas con quienes no tenían relación desde
que comenzó su vínculo con Juan.
Lucas manifestó miedos,
tristeza, dificultades para conciliar el sueño, dolores en el
cuerpo, específicamente en la espalda y zonal anal.
La madre de Lucas se sentía
devastada, vulnerable, culpable y con intensos sentimientos de
temor.
Desde un comienzo de la
instancia terapéutica se generó un espacio
confortable, priorizando el establecimiento del vínculo y una
relación de confianza que se fue retroalimentando entre el
niño, su madre y la terapeuta.
Las entrevistas permitieron
identificar en la progenitora algunas habilidades y fortalecerse
desde el rol, comenzó a sentirse menos culpable y más
continente, con una participación activa, y cariñosa
que enriquecía una interacción también afectada
por el encierro, aislamiento y malos tratos, empezando a poner en
palabras y caricias el afecto.
Lucas logró reconocer
emociones con un registro más integrado de su corporalidad,
construyendo paulatinamente habilidades sociales.
En el trabajo con el niño,
su progenitora fue un recurso facilitador en un proceso de
aprendizaje conjunto.
La misma se descubrió en
su lugar de madre, ejerciendo su maternaje, lugar desde el que
promovió algunos rituales asociados a la higiene personal, el
baño, que hacían sentir al niño más
seguro y con mayor confianza a su madre, confirmándose
mutuamente en imágenes de sí mismos positivas.
Es importante no perder de vista
que la resiliencia implica afrontamiento y fundamentalmente
transformación, aprendizaje y crecimiento, esto es, va más
allá de la resistencia a la dificultad (Madariaga, 2014).
En esta misma línea de
trabajo podemos afirmar que tanto el niño como su unidad
familiar contaron con capacidades propias donde lo que emergió
fue resultado de un proceso de construcción dinámico,
de no imposición de creencias y valores del terapeuta.
La motivación de ambos de
participar del espacio terapéutico y las habilidades del
profesional, en la escucha respetuosa, la empatía, los
mensajes de validación, aceptación y reconocimiento,
la creación de alternativas lúdicas y adecuadas a este
niño, etc., permitieron que los cambios se trasladaron del
contexto del consultorio a otros ámbitos y vínculos,
como la escuela, otros familiares, sus pares, entre otros.
El vínculo terapéutico
se configuró en pilar de la resiliencia, vínculo de
confianza y solidaridad que promovió otros más
positivos, así como la recreación de sí mismos.
Añadiendo posibilidades
tanto Lucas como su madre fueron armando narrativas que modificaron
la intensidad de lo vivido situándolo en una dimensión
diferente. Surgió la esperanza e inscripciones placenteras de
nuevas experiencias.
Cada acontecimiento adquiere un
significado personal, distinto para todos. La elaboración de
narrativas en torno a lo vivido, favorece a la emergencia de nuevos
significados.
"El término
narrativa implica escuchar y contar o volver a contar historias
sobre las personas o los problemas de su vida… El lenguaje
puede dar a los hechos la forma de relatos de esperanza"
(Freeman et al., 2001, p.15).
Con dibujos, pinturas, rituales,
el pequeño se enfrentó de modo divertido a sus
dificultades y temores, y del mismo modo su progenitora fue
reescribiendo sus propias experiencias de maltrato.
En las conversaciones que se
sucedieron en el espacio terapéutico surgieron otras formas
de hablar sobre lo vivenciado, menos saturado de dolor y problemas,
atenuando también emociones de culpa.
La resiliencia es una
posibilidad de respuesta que oscila siempre entre el realismo y la
esperanza, pero que se fundamenta en la capacidad de participar en
la construcción de relaciones amorosas, de buen trato y
solidaridad" (Madariaga, 2014, p.149).
La terapeuta salió del
consultorio para analizar, discutir, pensar con otras instituciones
y profesionales alternativas para el niño y su familia. La
propuesta de talleres en el aula, las entrevistas con otros miembros
de la familia, la articulación con la fiscalía
resultaron acciones donde el accionar siempre se direccionó
hacia el cuidado, ayudando al desarrollo de respuestas adecuadas y
orientadas a no reforzar o ampliar el daño y por ende la
revictimización, cuestión que muchas veces ocurre en
la falta de coordinación interinstitucional. En este caso,
los ámbitos intervinientes se constituyeron como tutores o
promotores de resiliencia, tejiendo presencias activas,
comprometidas y no silenciosas que acompañaron en el camino
de reparación y crecimiento.
Conclusiones
Considerar lo presentado en este
caso clínico nos llevó a pensar en cuestiones tales
como: ¿toda familia tiene capacidad de actuar con
resiliencia?, ¿pueden las intervenciones profesionales
entorpecer la emergencia de la resiliencia?, ¿qué
miramos o hacia dónde nos dirigimos cuando nos enfrentamos
con experiencias como las de Lucas, con una familia vulnerada en sus
derechos, y donde participan otras instituciones?
Responder a estos interrogantes
supone también considerar el conjunto de procesos de
intervenciones institucionales de organismos del estado, así
como de la justicia ante situaciones de riesgo para los niños.
Estas, en muchas ocasiones, responden o están impregnadas de
representaciones y modelos preestablecidos sobre cómo debe
ser y operar una familia, con prejuicios y supuestos que en lugar
de acoger al niño y su sistema familiar refuerzan obstáculos
y resistencias.
Pensar en las intervenciones es
considerar, el sujeto, su sistema familiar, las tareas y las miradas
de todos los operadores intervinientes con el desafío de
entrelazar todos estos elementos.
Entonces, cuando hablamos de
procesos de reparación las propuestas de trabajo deben
apuntar no solo al niño, sino también a la familia,
generalmente devaluada en su lugar de protección. Del mismo
modo, también a las instituciones que intervienen en donde
suele prevalecer un paradigma acusatorio- persecutorio desde el cual
tanto el sistema familiar como el desarrollo del niño quedan
prácticamente determinados.
En el caso presentado, la
cooperación del contexto fue altamente beneficiosa,
estableciendo con la fiscalía, institución escolar y
la familia extensa redes e intervenciones que ayudaron a su
seguridad personal, autonomía y socialización.
Son pocos los programas
promotores de resiliencia, resultando imprescindible deconstruir
teorías lineales para unificar perspectivas de abordaje que
permitan dejar de recortar soluciones.
Las características y
competencias del terapeuta también son vías de
promoción de resiliencia, ya que aportan a la construcción
de estrategias, recursos y narrativas diferentes.
La revisión de las
propias prácticas, el diseño de estrategias flexibles,
la construcción de perspectivas semejantes en cuanto modos de
abordar situaciones y crear dispositivos, habilita la resiliencia,
en la interrelación de procesos, prácticas, miradas,
sujetos e instituciones, que deben adecuarse a la experiencia de
cada niño y su familia, solo así pueden emerger nuevas
posibilidades para todos los involucrados.
Este modo de entender el impacto
de lo doloroso, así como el afrontamiento a la adversidad se
ubica en el marco de una mirada social de la resiliencia, entendida
como el compromiso y responsabilidad que todos debemos alentar para
un desarrollo sano de los niños y la construcción de
contextos seguros y libres de violencia.
Referencias
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