La
emoción se ha estudiado en psicología desde los inicios
de la disciplina como ciencia, e incluso antes fue tema de debate
para la filosofía. Existe cierto acuerdo que la emoción
se refiere a algún cambio en la experiencia subjetiva, en las
respuestas autonómicas, en la acción física (un
aumento de la probabilidad de realizar una acción, como los
movimientos faciales, movimientos del músculo esquelético,
etc), así como cambios en la percepción, el pensamiento
o el juicio del mundo circundante.
LeDoux
y Hofmann (2018) expresan que el sustantivo emoción se usa de
formas variables para referirse a experiencias subjetivas,
movimientos, respuestas fisiológicas y cogniciones que están
relacionadas con una multiplicidad de referentes, y no sería
raro, por lo tanto, que este concepto devenga en múltiples
discusiones o confusiones.
En
la actualidad también podemos mencionar algunos acuerdos, como
la idea que sostiene que las emociones evolucionaron como
herramientas para hacer frente a los desafíos de la vida
(Darwin, 1859, 1872; LeDoux, 1996; Gross y Barret, 2011); que se
manifiestan en tres o más sistemas: cambios comportamentales,
alteraciones de las respuestas fisiológicas y en la
experiencia subjetiva. Incluso existen acuerdos respecto a la
funcionalidad que cumplen las emociones: como adaptativa, social y
motivacional.
Está
bien documentado por los enfoques biológicos de la emoción
que la función adaptativa conlleva un principio organizador de
la conducta. Así, el miedo evolucionó para favorecer
las conductas de defensa. Es una conducta cuya motivación
favorece la acción de protección que va acompañada
de cambios autonómicos que colaboran con estos comportamientos
y con la experiencia consciente de peligro. Tiene la capacidad de
colapsar la conciencia para que sólo seleccione aquella acción
preprogramada (Fanselow, 2018). Representa la mente evolucionada
sobre las respuestas de máxima adaptación frente a
ambientes recurrentes, aunque a veces esto no sucede, como en el caso
de las fobias.
En
líneas generales las emociones son un sistema de procesamiento
de información prioritaria para la supervivencia y la
adaptación al medio, y es por ello que se convierten en el
proceso que coordina a los restantes recursos psicológicos
necesarios para dar la respuesta más rápida y puntual
ante una situación concreta.
En
cuanto a la función social, se ha estudiado básicamente
desde la perspectiva discreta de las emociones. No podemos evitar
atribuir emociones al comportamiento de los demás y realizar
inferencias sobre el mismo. Esta función favorece la
comprensión de los estados emocionales y requiere flexibilidad
cognitiva desde la orientación y reconocimiento de señales
relevantes para clasificarlas según el filtro del aprendizaje
y la cultura, y predecir respuestas (Punt y Adolphs, 2017).
En
relación a la función motivacional, las emociones
facilitan la aparición de una conducta motivada. Las emociones
positivas favorecen las conductas prosociales de bienestar
psicológico, de toma de decisiones y de búsqueda de
recompensa, así como las emociones negativas protegen frente a
la amenaza y la evitación del dolor (Fernandez Abascal, 2009).
Sería
de gran relevancia otorgarle a la emoción una nueva función,
la de integración. Diversos autores hacen referencia a la
importancia de la emoción como disparador de otros procesos
psicológicos. En muchas ocasiones inicia la dinámica de
coordinación de la atención, memoria, motivación,
articulando el procesamiento de la información. Cada modalidad
de percepción (visual, auditiva, táctil, etc.)
proporciona una información de entrada que requiere la
activación de diferentes sistemas neuroanatómicos
parcialmente superpuestos y con diferentes grados o niveles de
procesamiento (Schirmer y Adolphs, 2017). El reconocimiento de las
emociones faciales, por ejemplo, precisa de un reconocimiento
holístico de diferencias y similitudes, un proceso de
diferenciación, comparación, categorización y
finalmente integración multisensorial tanto perceptual como
conceptual. (Schimer y Adolphs, 2017). Va en la dirección de
las conclusiones aportadas por Lench, Flores y Bench (2011) en su
revisión de 687 estudios sobre la emoción. Para éstos
"las emociones son respuestas adaptativas de naturaleza
evolutiva que sirven para organizar de manera cognitiva,
experiencial, conductual y fisiológica la experiencia
psicológica frente a los cambios en el medio ambiente".
En consonancia con esta conclusión, Pessoa (2018) afirma que
comprender las interacciones de las emociones se requiere
caracterizar la causalidad en sistemas complejos. El procesamiento
emocional parece estar entrelazado con la percepción, la
cognición, la motivación y la acción (Fernandez
Abascal, 2009).
Por
otro lado, es posible advertir que las teorías de la emoción
se clasifican según el énfasis que cada perspectiva de
estudio le otorgue a algunas de las dimensiones que configuran la
activación en el procesamiento emocional, así las
teorías evolucionistas (Darwin, 1998, 1872) le dan relevancia
a la conducta (expresión), las teorías
psicofisiológicas al funcionamiento del sistema nervioso
autónomo (James, 1989), las teorías neurológicas
al papel del sistema nervioso central (Ledoux, 1996) y las teorías
cognitivas, que fueron evolucionando desde la posición de
Schachter y Singer (1962) a nuestros días, a la valoración
cognitiva. Cada una de estas posiciones fue abordando el estudio de
la emoción centrándose en el comportamiento, en los
cambios a nivel fisiológico o en la expresión subjetiva
de la misma.
Más
allá de estos puntos de acuerdo, sin embargo, la ciencia de la
emoción está plagada de divergencias (Gross y Barrett,
2011). Un tema que ha persistido durante el último siglo es
considerar o no, como categorías a las emociones (la ira, la
tristeza, el miedo, el asco, felicidad, etc.), que se conocen
normalmente como "emociones discretas" o primarias, es
decir que existen en la naturaleza, independiente de un perceptor
humano. Este debate equivale a la pregunta de si éstas
emociones son categorías de género natural con límites
biológicos firmes (Barrett, 2006) que poseen criterios
empíricos claros. Sugerir que las emociones son clases
naturales, es afirmar que cada categoría tiene una esencia
biológica que la causa o propiedades específicas
(cambios coordinados en relación al funcionamiento sensorial,
perceptivo, motor y fisiológico) que se repiten con
suficiente consistencia y especificidad como para ser parte de esta
categoría. El punto de vista alternativo es que las emociones
pueden ser construcciones de la mente humana. Esto no quiere decir
que las emociones son ilusiones, alude en cambio al hecho de que las
emociones implican percepciones complejas (Barrett, 2012).
La
idea que un estímulo (sus propiedades físicas o la
valoración cognitiva del mismo) desencadena una emoción,
que a su vez provoca un cambio coordinando en la experiencia,
comportamiento y fisiología, se corresponde con el enfoque de
emoción discreta. Éste supone que, mecánicamente,
la emoción es independiente de las reacciones que provoca, lo
que significaría que en todas las instancias en que se produce
una misma emoción debería haber algún tipo de
mecanismo común. Este modelo también asume que los
efectos de la emoción (por ejemplo, la experiencia subjetiva,
el comportamiento, la fisiología) se pueden utilizar para
diagnosticar la presencia de la emoción.
La
hipótesis "dimensional" de las emociones considera
que no hay perfiles específicos para cada emoción
discreta, sino más bien una diferencia en la activación
y la valencia afectiva (dimensiones que comparten las diversas
emociones, así como otros fenómenos psicológicos
como pueden ser los pensamientos). Para esta postura la categoría
o etiqueta que se refiere por ejemplo a la ira no siempre va
acompañada de las mismas reacciones comportamentales,
fisiológicas y de experiencia subjetiva. (Barret, 2006). Así,
la diferencia entre emociones sería una clasificación
que hace el individuo que la está experimentando de acuerdo al
contexto; por lo que las emociones son estados mentales que surgen de
la interacción con otros procesos psicológicos básicos
(Barrett, 2013).
Ninguno
de estos enfoques es excluyente del otro (Mauss y Robinson, 2009).
Tal vez un acercamiento a las emociones desde el punto de vista
dimensional sea más parsimonioso en un principio, pero por
otro lado no hay que olvidar que muy probablemente un acercamiento a
las emociones en término de valencia y activación no
sea suficiente para explicar íntegramente el fenómeno
de las emociones (Barret, 2011). Dentro
de esta postura se encuentran Lang y Davis (2006) y Lang y Bradley
(2010) quienes consideran que la organización fundamental de
la emoción es compleja.
Evaluar
emociones configura uno de los mayores problemas a los que se
enfrenta la ciencia afectiva. La perspectiva dimensional argumenta
que los estados emocionales son organizados por factores subyacentes
tales como valencia, activación y estado motivacional;
mientras que la perspectiva discreta sugiere que cada emoción
(ira, miedo, felicidad) tiene un único correlato conductual,
fisiológico y experiencial.
En
la ciencia de la emoción, los estudiosos suelen contrastar una
hipótesis como fenómeno discreto frente a la otra
hipótesis que denominan como dimensional. Diversos estudios
han reportado resultados contradictorios en relación a las
dimensiones afectivas generales de valencia hedónica y la
excitación (Barrett y Bliss-Moreau, 2009), la activación
de afecto positivo y negativo (Watson, Wiese, Vaidya, y Tellegen,
1999), afecto positivo y negativo (Caccioppo, Gardner, y Berntson,
1999), el enfoque y la retirada (Davidson, 1992; Lang y Davis, 2006).
Un problema con estos modelos radica en que no proporcionan una
suficientemente diferenciación entre las emociones, y por lo
tanto no dan cuenta de la complejidad del constructo.
Afectar
es de hecho una característica común de los modelos
dimensionales/ constructivistas psicológicos de la emoción
(Barrett, 2011). Sin embargo, la hipótesis es que la valencia
y la excitación son elementos necesarios en la emoción
y que se necesita un proceso de significado adicional para poder
otorgar un sentido psicológico de estos cambios afectivos
generales. Este análisis de significado incluye diversos
constructos como el uso de las ideas, la referencia social (Schachter
y Singer, 1962), de atribución, (Russell, 2003), las
expectativas culturales, ideas preconcebidas o núcleos de
creencias que ejercen algún grado de interacción y/o
modificación.
En
un marco de construcción psicológica, las emociones se
corresponden a una amplia gama de eventos mentales que varían
en fisiología, comportamiento, cognición y
experiencia. Por ejemplo, cuando una persona se siente enojada,
puede a veces gritar y sentir la necesidad de agredir y su presión
arterial puede elevarse, pero no siempre actuará así,
depende del contexto y otras variables. Asimismo tampoco se
evidencian idénticos cambios a nivel neurofisiológico.
Desde este punto de vista, las emociones no son estados mentales
únicos en su forma y función, del mismo modo que no
originan estados mentales idénticos en la cognición y
la percepción. Las emociones no estarían "causadas"
por mecanismos específicos, sino que pueden surgir de un
proceso constructivo en curso que involucra un conjunto de procesos
psicológicos básicos que no son específicos a la
emoción (Barrett, 2012). Si hacemos referencia a otras
emociones, estas diferencias inter e intra individuales se hacen más
evidentes, por ejemplo en el caso de los celos, el orgullo y el amor,
entre otras.
Quizás
el desafío para una posición más constructivista
de la emoción sería lograr integrar las perspectivas
dimensionales y categoriales. En tanto, por ejemplo, dado que las
personas significan los cambios afectivos de diferentes maneras en
diferentes contextos, no esperamos que haya una única forma de
significar la tristeza, y mucho menos los celos.
Una
persona que vive en un determinado contexto cultural podría
haber aprendido a asociar ciertos eventos de miedo con cambios en el
cuerpo (por ejemplo, el miedo a objetos peligrosos podría
estar asociada con un aumento de la frecuencia cardíaca, y/o
la evitación conductual), y estas representaciones
sensoriomotoras en parte conforman su concepto de "miedo"
(Barrett, 2006). Cuando se utiliza este conocimiento para ayudar en
el futuro a desentrañar el significado de un cambio afectivo
en un contexto particular (por ejemplo, cuando se encuentra ante un
objeto peligroso o amenaza), su naturaleza podría centrarse en
las activaciones corporales particulares (por ejemplo, un aumento de
la frecuencia cardíaca), de tal manera que ese "miedo"
inducirá el patrón de cambios fisiológicos. Este
escenario es consistente con algunas propuestas recientes que le dan
relevancia al aprendizaje en la respuesta emocional (Ekman y Cordano,
2011).
Uno
de los principales objetivos de la investigación actual en
Psicología es la evaluación de las emociones y de las
dimensiones que la conforman (Bradley, 2009). Los hallazgos y las
formulaciones en este campo son de vital importancia para la
psicoterapia, ya que los procesos emocionales tienen una incidencia
directa sobre la salud mental de las personas (Estrada, Rovella,
Brusasca, 2018).
La
experiencia emocional subjetiva, el sentimiento, es la esencia de una
emoción. Las manifestaciones objetivas del comportamiento, son
sólo indicadores indirectos de estas experiencias internas. La
forma más directa de evaluar las emociones conscientes es a
través del autoinforme verbal (Ledoux y Hofman, 2018). Sin
embargo otros piensan que los autorreportes de emociones son
probablemente más válidos en la medida que se
relacionan con emociones experimentadas cotidianamente. Sin embargo,
no todos los individuos son capaces de informar sobre sus estados
emocionales (Mauss y Robinson, 2009).
En
síntesis, las emociones han sido conceptualizadas en ambos
términos, dimensional o discreta. La perspectiva dimensional
argumenta que los estados emocionales son organizados por factores
subyacentes tales como valencia, activación y estado
motivacional (Barret y Russell, 1999; Watson, Clark y Tellegen,
1999). Las emociones desde la perspectiva discreta por lo contrario,
sugiere que cada emoción (ira, miedo, felicidad) tiene un
único correlato conductual, fisiológico y experiencial
(Mauss y Robinson, 2009).
Adherimos
al enfoque dimensional porque consideramos plausible que los
componentes de la emoción pueden ser investigados como
programas afectivos. La revisión de la bibliografía
acerca de la medición de las emociones indica que las medidas
de respuesta emocional parecen estar estructuradas a lo largo de
dimensiones (por ejemplo, valencia, activación) más que
organizadas como estados discretos. Por lo cual no existiría
una medida o instrumento ideal de la respuesta emocional. La emoción
constituye un proceso variable, individual y situacional.
Estudios
recientes indican algunas limitaciones psicométricas para el
uso de medidas válidas y confiables (Mauss et al., 2005). La
falta de convergencia a través de medidas de la emoción,
tiene importantes implicaciones: 1) parece ser que el constructo
emoción no puede ser captado con algunas de las medidas
usuales administradas por separado (Lang, 1998). En este contexto, 2)
las investigaciones que evalúan los mecanismos que median y
explican los sistemas de respuesta disociados serian particularmente
útiles. 3) no es probable que los afectos converjan a través
de las medidas de la emoción. Si éste es el caso,
adicionar un enfoque idiográfico podría ser necesario
para entender la naturaleza de la coherencia de la respuesta
emocional (Malmo, Shagrass y David, 1950).
Un
instrumento que podría adecuarse a la evaluación
dimensional de la respuesta emocional es el propuesto por Lang,
Cuthbert y Bradley (1998), cuya adaptación al contexto local
da un fuerte apoyo a la perspectiva dimensional en el estudio de la
emoción, en cuanto evidencian que la respuesta emocional se
organiza de manera jerárquica. La valencia afectiva es la
dimensión que ejerce mayor influencia en los procesos
emocionales, debido a la existencia de los sistemas motivacionales
primarios que orientan la respuesta emocional, mientras que en las
dimensiones activación y dominancia ponen de manifiesto la
influencia del aprendizaje y cultura respecto a la modulación
de la respuesta emocional.
Estos resultados también son coherentes con los encontrados en
las muestras española, colombiana y chilena (Estrada, Rovella,
Brusasca y Leporati, 2016; Rovella et al, 2017).
Las
personas difieren en su experiencia emocional, algunos experimentan
sus emociones de manera muy diferenciadas según tipos de
emociones e intensidad emocional. En cambio, otros los viven de
manera indiferenciada, sin distinguir la valencia ni la activación.
Esto nos remite a otro apartado: la regulación emocional.
Emoción
y regulación emocional
El
campo de la regulación de las emociones desde hace unos años
aparece como un campo emergente con grandes potencialidades que
permiten entender la dinámica psicológica (Silva, 2003,
Rovella, 2018). Es
una variable transdiagnóstica que puede observarse en
psicopatología tanto en síntomas o síndromes
clínicos como en trastornos de personalidad. (Esbeck, 2014;
Giaroli, Torres, Rovella, et al, 2017).
Cuando
hacemos referencia a la regulación de las emociones estamos
aludiendo a la activación de un objetivo para modificar el
impacto de una emoción. Cuando se siente, cuando se
experimenta y cómo se expresa la emoción. (Gross,
1998). Es diferente al concepto de claridad emocional, que es un
metaconocimiento sobre la experiencia afectiva, y que implica la
capacidad para distinguir la experiencia en categorías
discretas (por ejemplo ira frente a miedo) (Boden, Thompson, Dizen et
al 2013).
Evolutivamente
existe diferencia en relación al sesgo de negatividad y
positividad. Los bebés se orientan de manera confiable a los
estímulos negativos más que a los positivos, y
recuerdan mejor los estímulos amenazantes (Baltazar, Sentts y
Kinzler, 2012). En tanto que los adultos mayores atienden y recuerdan
información positiva más que negativa (Mikulincer y
Shaver, 2009).
Existen
diversos modelos que explican este proceso, uno de los pioneros en
este campo fue Gross (1998, 2015, 2016) que entendía que la
emoción puede regularse en un proceso de cinco pasos: 1) la
selección de la situación: que implica buscar o evitar
ciertos estímulos, 2) la modificación de la situación:
requiere de la alteración de la situación para regular
el impacto emocional; 3) el despliegue atencional que se refiere a
seleccionar el foco de la atención para modificar la emoción;
4) los cambios cognitivos que aluden al cambio de significado o la
reevaluación de la situación ; y 5) la modulación
de las respuestas que demandan ajustar la conducta a la situación
ocasionando, por ejemplo, la supresión. Cada estrategia tiene
sus consecuencias afectivas, cognitivas y sociales (Gros, 2015). Así
la supresión correlaciona de manera significativa con elevado
afecto negativo (Suri y Gros, 2015), con deterioro de la memoria y
altos costos sociales. En tanto la reevaluación, se asocia con
la disminución del afecto negativo, no altera la memoria y
facilita la comunicación social (Nowlan, Wuthrich y Rapee,
2015).
Dadas
las consecuencias asociadas con diferentes estrategias regulatorias,
se podría pensar que con los cambios evolutivos y las
experiencias personales, se implementan y seleccionan estrategias
regulatorias más adaptativas, pero esto no siempre es así.
(O´Leary, Suri y Gross, 2017, Colditz, Wolin y Gehlert, 2012).
Al
igual que en el terreno de la ciencia afectiva, en el ámbito
de la psicología aplicada, los intentos de plasmar y/o
integrar las perspectivas categorial y dimensional vienen transitando
derroteros de distinta índole. Es coincidente, sin embargo la
clara percepción de que ambos sistemas no explican de modo
acabado lo que se pretende abordar, y que son necesarias nuevas
definiciones y estudios que contemplen la adaptabilidad funcional. En
el terreno psicopatológico, los Trastornos de Personalidad
(TP) son una de las dos temáticas en las que se hace necesario
mayor cantidad estudios
(Robles et al., 2014) por su falta de validez, especificidad y
confiabilidad (Esbec y col., 2011). En esta dirección, se
esperaba del
DSM 5 (2013) que, como institución de Salud Mental, validara
con mayor peso la perspectiva dimensional estableciendo una
nueva definición operativa de los TP. La mayor expectativa era
que la misma incluyese, además de la referida adaptabilidad
funcional mediante una clasificación de tipo dimensional, una
valoración de la gravedad en términos de gradualidad
que permitiera establecer puntos de corte sobre la anormalidad, la
disolución de límites entre los ejes II y III, y la
realización de valoraciones desde dimensiones y rasgos que
evitaran superposiciones diagnósticas, entre otras (Esbec y
Echeburúa, 2014).
En
contraposición a lo esperado, el cuestionado Manual conservó
el formato categorial tradicional, aun cuando no solucionara los
problemas que habían sido denunciados por la comunidad
científica. Y agrupó en la sección 3, un modelo
alternativo con el objeto de hacer frente a las deficiencias
planteadas por el modelo actual, invitando a futuras investigaciones
y argumentando que este enfoque híbrido para el diagnóstico
de los TP es complejo y requiere mayor evidencia empírica para
ser incorporado a la práctica clínica (Esbec y
Echeburúa, 2014). La mayor fortaleza de esta propuesta
dimensional probablemente se encuentre en el criterio A, referido al
nivel de funcionamiento de la personalidad. Las dificultades en el
nivel de funcionamiento personal e interpersonal constituyen el
núcleo de la psicopatología de la Personalidad, cuyo
diagnóstico se evalúa en un continuo. El funcionamiento
con uno mismo (self) implica la comprensión de (DSM 5):
a. identidad:
experiencia con uno mismo con límites claros entre el yo y
los demás, estabilidad en la autoestima, exactitud en la
autoevaluación y la habilidad de regular una amplia gama de
experiencias emocionales
b. autodirección:
persecución de objetivos y metas a corto y largo plazo, uso
de normas internas de comportamiento constructivas y prosociales y
capacidad de reflexionar productivamente.
Mientras
que el funcionamiento interpersonal comprende:
a. empatía:
comprensión y valoración de experiencias y
motivaciones de los demás, tolerancia de los diferentes
puntos de vista y discernimiento sobre los efectos de la propia
conducta en los demás.
b. intimidad:
profundidad y duración de la relación con los demás,
deseo y capacidad de la cercanía, reciprocidad de la relación
reflejada en el comportamiento interpersonal.
Tal
como es definida la propuesta, emoción y regulación
emocional parecen articularse de modo vertebrado a lo largo del
criterio de Trastorno de Personalidad, sobre todo teniendo en cuenta
que las propuestas dimensionales en emoción sugieren que no
habría perfiles específicos para cada emoción
discreta, sino una diferencia en la activación y en la
valencia afectiva (Barret, 2011). Desde esta perspectiva, las
diferencias entre las emociones estarían dadas por una
clasificación que hace el individuo a partir del modo en que
experimenta la emoción en el marco del contexto puntual
(Barret, 2013). Lo que sugeriría que las emociones podrían
surgir de la interacción de procesos básicos, que
organizados den cuenta del proceso de precisión y definición
de una emoción (Hervás, 2011, Silva, 2005). Así,
por ejemplo, estados de valencia y excitación le darían
curso a una emoción que involucra procesos lindantes como
cognición, atención, percepción e incluso el
aprendizaje.
En
el marco de lo referido con anterioridad y de manera muy incipiente,
podemos especular que los elementos del funcionamiento de la
personalidad en términos generales involucran o requieren de
de la mayor parte de las funciones emocionales. Así por
ejemplo, la función adaptativa, donde la emoción es
vista como un principio organizador de la conducta (Fanselow,
2018)
podría advertirse principalmente en la empatía. La
dimensión social, que consistiría en realizar
atribuciones a otros y/ o realizar inferencias (Punt
y Adolphs, 2017), es
posible identificarla en mayor proporción en las funciones de
autodirección e intimidad. Y, en última instancia la
función motivacional que facilitaría la conducta
motivada, parece tener un alcance más transversal, pudiendo
identificarse aspectos de la misma tanto en la función del
self como en la función interpersonal.
Cabe
advertir que el estudio de la emoción en el terreno de la
psicopatología propiamente dicho está plagado de
desacuerdos (Silva, 2005), cuenta con estudios insuficientes (Hervás,
2011) o los mismos se encuentran realizados de modo deficitario
(Silva, 2014).
Yendo
un poco más allá, en el terreno clínico, podemos
señalar que para disponer de todos los recursos que nos
facilitan las emociones es necesario contar con habilidades
emocionales (Jódar Anchía, Nuñez Partido y
Pitillas Salvá, 2004). Pero las estrategias comprendidas en
éstas últimas, no siempre dan cuenta de circuitos
virtuosos. En ocasiones originan escaladas disfuncionales que pueden
acabar afectando muchas áreas. Estas cascadas suelen ser
comunes a problemas emocionales y están presentes en problemas
psicopatológicos (Hervás, 2011, Cring, 2008). Tal es el
caso de los ataques de Pánico -en forma más acotada
(Rachman, 2001)- y de TLP (en un plano de mayor desorganización,
Linehan, 1993). En éste último se ha estudiado
ampliamente cómo el déficit emocional daría
cuenta de altas tasas de comorbilidad.
Un
análisis más detenido de los procesos de desregulación
emocional que dan origen a cuadros de tipo Psicopatológico,
evidencian un circuito donde la falla en la escalada disfuncional se
amplía e integra hacia otros procesos básicos. Esto
último nos permitiría apoyar especulativamente la
existencia de la función emocional de integración. Esta
podría funcionar operativamente de modo más
subrepticio, pero su existencia se revela en los contextos clínicos
menos severos (Ruiz, Zalazar y Caballo, 2012) donde el manejo de la
emoción activada es más acotada, no se inscribe en
cursos erráticos ampliados, y no suele dar cuenta de efectos
secundarios de tipo desadaptativo como las autolesiones o las
adicciones, entre otras. Allí es posible incluir el chequeo de
las tareas previas que hacen a la regulación eficaz,
sistematizados por Herváz (2011). Sin embargo, una descripción
más acabada requiere de estudios que nos permitan precisar de
qué manera se coordina el proceso de integración
emocional, cuales son los aspectos con carácter potencialmente
vulnerabilizador/protector y qué gatilla la emoción
refractaria.
Actualmente
existen estudios incipientes que podrían ayudarnos a
comprender cómo los intentos de supresión emocional y/o
evitación experiencial inciden en el circuito mencionado, sin
embargo tanto el nivel de comprensión psicopatológica
como el de intervención requieren de estudios abordados con
mayor profundidad que permitan la confluencia de investigaciones
básicas y aplicadas.
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