El lenguaje del amor: Entre emociones, sentimientos
Las emociones son un tema relegado por el mundo de la ciencia, y en la psicoterapia en particular, otorgándole preeminencia al razonamiento y a la reflexión. Han sido bastardeadas por la sociocultura, enalteciendo a la racionalidad y la lógica, de la misma manera que neuroanatómicamente el neocortex cerebral sepultó el arquicortex límbico considerado un polo emocional.
“Una característica de nuestra cultura occidental que también está muy instalada en la escuela, ha sido la exaltación de la razón y de la racionalidad como un aspecto intrínsecamente humano. En el dominio de la psicología cognitiva por ejemplo, sobre todo en los orígenes, el llamado metapostulado logicista se adoptó como una característica esencial al sujeto cognitivo (Otero, 2006: 28)”.
Hoy se estudian e investigan en su función en la adaptación y supervivencia en el contexto. Y esta condicionalidad ambiental no es una definición de emociones novedosa, es tal cual Darwin la describió en su libro Expression of the Emotions in Man and Animals (La Expresión de las Emociones en el Hombre y en los Animales. 1965). Darwin explicó cómo individuos en diferentes lugares del mundo tienen en común expresiones faciales que reflejan emociones, algunas de las cuales también son propias de los animales. Por ejemplo un lobo, al mostrar sus colmillos, utiliza los mismos músculos faciales que un ser humano cuando se siente enojado o amenazado. La misma fisiología básica de las emociones se ha conservado y se ha utilizado infinitamente en el curso de la evolución de las especies. De acuerdo con el carácter universal de este fenómeno, Darwin formuló la hipótesis de que las emociones son la clave para la supervivencia del más fuerte (Pert, 2000).
Las emociones son un factor de alta complejidad puesto que involucran variables interaccionales (las emociones que se producen de manera espontánea en las relaciones humanas, qué emoción me detona una situación, o la relación con el otro), cognitivas (las emociones pueden ser sucedáneos de atribuciones cognitivas y viceversa), neuroendocrinas (las emociones ponen en funcionamiento el eje hipotalámico hipofisiario y cualquiera de las glándulas del sistema endocrino), nerviosas (porque activan la neuroplasticidad, acciones y reacciones, etc.), inmunitarias (puesto que pueden reforzar o disminuir la fortaleza y defensa de nuestro sistema inmune). Más aún, las emociones constituyen un puente, el lazo común del sistema inmunitario, endocrino, nervioso y psicológico (Aguado, 2002; Pert, 2000).
Las emociones pueden ser el resultado de una atribución cognitiva. Una persona proyecta cognitivamente en una situación, persona, cosa, su propia fantasía. Pero no siempre. LeDoux (1999) lo demostró en el caso del miedo, cómo la amígdala actúa de manera directa e independiente mandando inmediatamente una reacción, sin previo análisis frontal. Es un proceso psicobiológico que colabora en la supervivencia desde los primeros seres humanos hasta hoy. Aguado (2002), señala que las emociones son fenómenos psicológicos complejos que comprenden aspectos conductuales, fisiológicos y cognitivos. Desde un punto de vista biológico evolucionista, las emociones pueden considerarse como estados del organismo generados como respuesta a situaciones relevantes en relación con la supervivencia o la reproducción, como pueden ser el ataque y la defensa, el apareamiento y el cuidado de la prole: "las emociones son disposiciones corporales dinámicas que especifican el dominio de acciones de las personas y de los animales" (Maturana, 1990:16).
Las emociones, entonces, son una expresión genética y biológica que organiza respuestas motoras e interconectan recíprocamente las áreas cognitivas, endocrina e inmunitaria. Están atentas, por así decirlo, a los estímulos ambientales e influencian con acciones hacia ellos modificándolos (Damasio, 1994). Tienen un papel relevante en las relaciones interpersonales tanto en la emisión como en la lectura de estados emocionales, por ejemplo, a través de la expresión facial, informan y regulan la interacción, ya que proporcionan información a los demás sobre nuestras intenciones y nuestra disponibilidad para actuar, como también nos informan a nosotros sobre la intencionalidad de los otros (Grande-García, 2009). Constituyen un factor de relevancia primordial en la interacción social y la base de estilos sociales de relación social.
Podemos entender las acciones de los demás porque la observación de actitudes genera en nuestros cerebros una activación de representaciones motoras de las mismas acciones. Por lo tanto, el conocimiento de la acción de mi interlocutor se usa para entender la acción observada. Este cambio de enfoque tuvo que ver con el descubrimiento de las llamadas “neuronas espejo”, descubiertas por Giacomo Rizzolatti y sus colegas de la Universidad de Parma, en el estudio del sistema motor del cerebro del mono macaco (Gallese, Fadiga, Fogassi y Rizzolatti, 1996; Rizzolatti, Fadiga, Gallese y Fogassi, 1996; Rizzolatti y Sinigaglia, 2006).
Damasio (2005) distingue a las emociones en tres categorías. La primera está constituida por las emociones de fondo, que son explícitas en nuestras conductas. Se relacionan con eso que denominamos estado de ánimo en un momento determinado: bueno, malo o intermedio (Otero, 2006).
Las emociones básicas o primarias, son aquellas que tradicionalmente se ha estado dispuesto a incluir como tales: ira, asco, sorpresa, miedo, tristeza y felicidad. No son privativas de la especie humana y son reconocibles en todas las culturas. Y las emociones sociales, que incluyen simpatía, envidia, celos, resentimiento, admiración, gratitud, indignación, culpa, etc. Son un complejo entramado de respuestas reguladoras. “Ellas tampoco diferencian a la especie humana de otras especies animales, pueden encontrarse en chimpancés, delfines, lobos y en los mamíferos en general, pero también en ciertos grupos de insectos como las abejas y las hormigas. Parece poco probable que a estos animales se les haya enseñado a emocionar, la disposición a exhibir una emoción social estaría profundamente arraigada en el cerebro del organismo, lista para ser desplegada cuando una situación apropiada la gatille” (Otero, 2006: 34).
Todos los seres humanos poseemos una forma de emocionar, un estilo personal de expresar las emociones y sentimientos. También son diferentes los contenidos que nos sirven como estímulos para nuestras reacciones emocionales. No sólo es la emoción del otro la que me contagia la emoción, sino que también me proyecto en la emoción del otro, y además emociono por mis propios contenidos que me emocionan y que el otro emociona con mi emoción. Esto es la base de la empatía, esa capacidad de entrar en sintonía con el otro, de la que da cuenta la teoría de las neuronas espejo y es usada en el modelo breve y en la hipnosis eriksoniana como la técnica del hablar el lenguaje del paciente (Haley, 1973). Las emociones poseen un tono determinado y son predominantes en la personalidad de acuerdo a las situaciones. Esta predominancia hace que nos identifiquemos con ellas. En este sentido, las emociones son identitarias, es decir, su persistencia hace que nos sintamos que somos nosotros y hasta nos produce una disonancia cuando nos asaltan emociones que no pertenecen a nuestra categoría emocional. Esta “personalización emocional”, hace que en nuestro contexto nos rotulen de acuerdo a esta persistencia emocional, más allá que un rótulo también puede elaborarse mediante la manera de pensar o de actuar, es decir, nuestras actuaciones o lo que decimos acerca de algo nos hace acreditar una función en el sistema. Alguien que posee un humor angustioso y negativo, en el momento en que se encuentra alegre llama la atención a su entorno. Alguien que está siempre animado y chistoso, en la oportunidad en que se encuentra normal puede inquietar a los interlocutores de su entorno.
Damasio, tanto en el “Error de Descartes” (1994) como “En busca de Spinoza” (2005), describe cuáles son las funciones de las emociones en el cerebro y el pensamiento humano. Su análisis integra evidencia neurocientífica con una postura filosófica sostenida por el filósofo holandés Spinoza (1632-1677), quien consideraba a los sentimientos y emociones como los aspectos centrales de la condición humana. Damasio considera que nuestro cerebro está construido para la cooperación con otros, en la realización del mandato humano de supervivencia. Esto converge con la definición Darwiniana de emociones y la posición que desarrolla De Waal (2014) sobre la relación social de los primates y los estudios de Rizzolatti (2005); Fadiga, Fogassi, Pavesi y Rizzolatti (1995); Iacoboni et al. (1999).
Las emociones ejercen funciones biológicas fundamentales que son el resultado de la evolución y de factores epigenéticos que dependen del contexto (situaciones, personas, acciones del contexto que modifican la función de los genes y generando un fenotipo determinado). Estas funciones emocionales le han posibilitado y posibilitan al organismo sobrevivir en entornos hostiles y peligrosos, razón por la que se han conservado prácticamente intactas a través de la historia evolutiva (LeDoux, 1999). Por tal razón son consideradas procesos adaptativos.
Siempre se ha relacionado las emociones con el cerebro antiguo, lo que se llama arquicortex o el cerebro primitivo: el sistema límbico. Este sistema está formado por diversas estructuras cerebrales (tálamo, hipotálamo, hipocampo, amígdala, séptum, mesencéfalo y cuerpo calloso) que provocan respuestas orgánicas y fisiológicas ante la presencia de estímulos emocionales. El sistema límbico interacciona muy velozmente con el sistema endocrino y el sistema nervioso autónomo y, en general, no median estructuras cerebrales superiores de la neocorteza. Está relacionado con la atención, memoria, conducta, instintos sexuales (LeDoux, 1999).
La Psicoinmunoneuroendocrinología (PINE), estudia los vínculos entre cuatro sistemas: mente, sistema inmunológico, sistema nervioso central y el endocrinológico, y son las emociones el punto de convergencia entre estos sistemas. Hay una infinidad de modos en que el sistema nervioso central y sistema inmunológico se comunican: sendas biológicas que hacen que la mente, las emociones y el cuerpo no están separados sino íntimamente interrelacionados. Los mensajeros químicos que operan más ampliamente en el cerebro y en el sistema inmunológico son aquellos que son más densos en las zonas nerviosas que regulan la emoción (Ader, Felten, y Cohen, 1991).
Una emoción es un estado afectivo, una reacción subjetiva al ambiente que viene acompañada de cambios orgánicos (fisiológicos y endocrinos) de origen innato, influidos por la experiencia. Es un estado que sobreviene súbita y bruscamente, en forma de crisis más o menos violentas y más o menos pasajeras. Las emociones básicas descriptas por Darwin (1965) tienen un carácter adaptativo y están compuestas por la ira, alegría, asco, tristeza, sorpresa y miedo, a las que las investigaciones Ekman y Friesen (1969, 1971, 2003) agregaron el “deprecio”.
Apenas tenemos unos meses de vida, adquirimos emociones primarias como el miedo, el enojo o la alegría. Algunos animales comparten con nosotros esas emociones tan básicas, que en los humanos se van haciendo más complejas gracias al lenguaje porque al usar símbolos, signos y significados, sumado al lenguaje paraverbal, la comunicación y expresión emocional aumenta en complejidad (Ceberio, 2009).
Cada individuo experimenta una emoción de forma particular, dependiendo de sus experiencias anteriores, aprendizaje, carácter y de la situación concreta. Algunas de las reacciones fisiológicas y comportamentales que desencadenan las emociones son innatas, mientras que otras pueden adquirirse. Estas emociones primarias producen efectos en los sistemas. La emoción del miedo nos permite defendernos o anticiparnos de una amenaza o peligro que produce ansiedad, incertidumbre, inseguridad; mientras que la sorpresa produce sobresalto, asombro, hasta desconcierto, es muy transitoria y permite dar una aproximación cognitiva para saber qué es lo que sucede en un ambiente determinado ampliando el campo perceptivo. La aversión se expresa mediante el disgusto o el asco, y solemos alejarnos del objeto que nos produce rechazo, entonces nos protegemos; la ira es la rabia, enojo, resentimiento, furia, irritabilidad, sin llegar a extremos posibilita poner límites y es motivadora. La alegría implica diversión, euforia, gratificación, el estar contento, da una sensación de bienestar, de seguridad. Induce a compartir y relacionarnos. Y por último, la tristeza se puede expresar como pena, soledad, o pesimismo, y permite la introspección y la reflexión.
Una emoción como la alegría o la tristeza, la vergüenza o simpatía, es un complejo repertorio de respuestas hormonales, de neurotransmisores y neuronales que forman un patrón distintivo. Estas respuestas son producidas por el cerebro cuando detecta un estímulo emocionalmente competente (EEC) (Damasio. 2005). O sea, puede ser un objeto (cosa, persona, animal o situación) real o producto de la rememoración, que desencadena la emoción. Las respuestas son automáticas. Es interesante esta disquisición de Damasio, puesto que el objeto puede por sus características producir una emoción determinada, pero también puede ser real pero proyectarle cognitivamente por asociación un valor o atribución semántica que produce el resultado de la emoción. Pero además, demuestra que la memoria o la imaginación tienen tanto poder como la imagen real. Esto se observa en la hipnosis Ericksoniana en la construcción imaginativa de situaciones (Haley, 1973), o en las imaginerías gestálticas (Stevens, 2003)
Por otra parte, algunos de los procedimientos de Ekman en sus investigaciones han incluido el estudio intercultural de las expresiones faciales (Ekman y Friesen, 1971). La investigación consistió en presentar un número de fotografías que mostraban a niños o adultos expresando en su rostro alguna emoción básica. Los resultados arrojaron que el 70% de los participantes podían juzgar y categorizar correctamente cada una de emociones de las fotografías de rostros. Solamente la expresión del miedo fue confundida con la expresión de sorpresa. La mayoría de las personas de la muestra reconocieron correctamente cada expresión emocional, más allá de la cultura y de sus capacidades educativas. Este tipo de estudios, en suma, permitió a Ekman y su equipo concluir que para cierto número de emociones su reconocimiento podía darse de forma universal, con independencia de la cultura (Zerpa, 2009). Interesante conclusión, puesto que habla de que estas emociones “básicas” poseen cierto universalismo que trasciende la singularidad de las culturas, más allá de las particularidades que le otorgan algún sesgo anexo.
Emociones y sentimientos
Tanto las emociones como los sentimientos constituyen la plataforma de la relación social, de la supervivencia y de la toma de decisiones en la que se involucra el razonamiento. A pesar de que siempre se los emparienta, es importante también diferenciar las emociones de los sentimientos. Mientras que las emociones son espontáneas y asociadas al universo biológico, los sentimientos refieren a fenómenos más complejos puesto que intervienen factores cognitivos.
Según Damasio (2005), la evolución asoció la maquinaria cerebral de la emoción y el sentimiento en etapas. Primero fue la maquinaria para producir reacciones a objetos, personas y situaciones. A posteriori, se desarrolló el mecanismo para producir un mapeo cerebral y obtener una representación mental del estado resultante del organismo: los sentimientos. Las emociones posibilitaron actuar efectivamente frente a las circunstancias desfavorables que plantea la vida en pos de la supervivencia. Los sentimientos introdujeron un alerta mental, “un sentir en el cuerpo” y potenciaron el impacto de las emociones al afectar de manera permanente la atención y la memoria. Así, conjuntamente con los recuerdos, la imaginación y el razonamiento, los sentimientos posibilitaron la producción de respuestas nuevas, no estereotipadas. Entonces, en el principio fue la emoción, pero es importante recordar que junto con la emoción el organismo produce una acción.
Este análisis de Damasio, podría reafirmar que los sentimientos son producto de las interacciones en el tiempo de relación y se entremezclan con escalas de valores, esquemas de creencias, funciones, y todo un universo de atribución de significados. Amor, celos, envidia, violencia, soledad, entre otras, implican procesos de relación y condiciones de atribución de significados, con lo cual entramos en el territorio de atribución semántica. De tal manera que el universalismo de codificación de las emociones es asertivo: los gestos correspondientes a cada una de las emociones básicas es inconfundible. Mientras que en los sentimientos se particulariza de acuerdo a cada sujeto. Los sentimientos representan percepciones del cuerpo, estados del cuerpo:
“El contenido esencial de los sentimientos es la cartografía de un estado corporal determinado; el sustrato de sentimientos es el conjunto de patrones neurales que cartografían el estado corporal y del que puede surgir una imagen mental del estado del cuerpo... un sentimiento es una idea; una idea del cuerpo (...). Un sentimiento de emoción es una idea del cuerpo cuando es perturbado por el proceso de sentir la emoción”(Damasio, 2005: 88).
En conclusión, tanto emociones como sentimientos se sistematizan en el tiempo y le otorgan una identidad emocional a cada persona. Cuando un problema persiste en un sistema, además de la automatización de procesos cognitivos, el mundo emocional emergente constituye un patrón emocional que se sistematiza y tiende a formar parte de un estilo de personalidad. Ese tono emocional que caracteriza a la persona sistematiza relaciones y formas de interacción, y también imprime en el rostro los gestos estereotipados, pero también posee un correlato neuroquímico.
Damasio es el investigador que, tal vez, más se ha encargado de definir emociones y sentimientos. Señala que los sentimientos “[…] surgen de cualquier conjunto de reacciones homeostáticas, no únicamente las emociones propiamente dichas. [...] Mi hipótesis es que un sentimiento es la percepción de un determinado estado del cuerpo junto con la percepción de un determinado modo de pensar y de pensamiento con determinados temas" Damasio (2005:85). Los sentimientos se entienden como una representación del cuerpo implicado en un estado reactivo.
Damasio (2005) afirma que para tener sentimientos se requiere de un organismo que además de poseer un cuerpo, tenga un sistema nervioso que tiene que ser capaz de “cartografiar” los estados corporales en patrones neurales y transformarlos en representaciones mentales. Estas representaciones mentales requieren de conciencia, es decir, se necesita que el sentimiento sea conocido por el organismo. “Si bien la relación entre sentimiento y conciencia no es directa ni sencilla, parece difícil sentir sin tener conciencia de ello” (Otero, 2006:35). Es un complejo proceso, pero finalmente, es el cerebro humano quien genera los mismos estados corporales que luego son evocados frente a los diversos objetos: construye el estado corporal emocional concreto como para generar el sentimiento correspondiente.
Sentimos porque existen patrones de actividad en regiones del cerebro que sienten el cuerpo, regiones que por ello, por sentir el cuerpo, permiten que nos sintamos y comencemos a percibirnos como “yo”. Sin cuerpo, no habría yo, tampoco conciencia, pero tampoco emociones y, menos, sentimientos (Rasco, 2012).
En cuanto a la definición de sentimiento, uno de los investigadores más reconocidos sobre las emociones, Lazarus (1991, 1984), sugiere subordinar los sentimientos en el marco de las emociones, puesto que entiende que éstas son más abarcativas y se hallan en un nivel lógico superior. Define sentimiento como el componente subjetivo o cognitivo de las emociones, es decir la experiencia subjetiva de las emociones. En otras palabras, la etiqueta que la persona pone a la emoción Lazarus, y Folkman (1991).
Según Lazarus, cuando tomamos conciencia de las sensaciones (alteraciones) de nuestro cuerpo al recibir ese estímulo, la emoción se convierte en sentimiento. Es decir, en el momento que notamos que nuestro organismo sufre una alteración y somos conscientes de ello, etiquetamos lo que estamos sintiendo (la emoción) con un sello específico, en este ejemplo tendríamos un sentimiento de sorpresa, placer, alegría, satisfacción. Aun así, los sentimientos pueden persistir en ausencia de estímulos externos, cuando son generados por nosotros mismos. Por ello varios autores como LeDoux (1999) definen sentimiento como emociones voluntarias.
Una de las diferencias más marcadas entre sentimiento y emoción radica en el tiempo. Las emociones son abruptas, irrumpen, muchas de ellas, intempestivamente, como la ira, la sorpresa o el miedo. Son automáticas y, en algunos casos, se pueden autorregular, y no necesariamente tenemos conciencia de ellas cuando se detonan. Mientras que los sentimientos se desarrollan en la interacción y resultan de mayor persistencia que las emociones, ya que se producen como resultado del vínculo y el vínculo no es una simple interacción, sino que conlleva una relación no fortuita.
Damasio (2005) señala que, evolutivamente, las emociones son más primitivas que los sentimientos, puesto que los mecanismos cerebrales que fundamentan las reacciones emocionales se formaron antes que los que sostienen a los sentimientos. Las emociones básicas cumplen una función en los sistemas, aseguran la supervivencia y colaboran con el organismo en pos de su defensa en el intento de asegurar la vida. En síntesis, son reguladoras de la función vital y facilitan las relaciones sociales generando homeodinamia. Describe dos sentimientos básicos, la alegría y la tristeza, que rigen la autorregulación vital. La presencia de un objeto adecuado (EEC) conduce a la selección de un programa preexistente de emoción (recordemos que tanto la alegría como la emoción forman parte del repertorio básico de las emociones y poseen una vertiente netamente biológica adaptativa) que conjuntamente con una serie de señales procedentes del organismo, genera un conjunto de mapas neurales del estado del cuerpo. Ciertos mapas configurados de una determinada manera son la base del estado mental que denominamos alegría, diversión, placer, motivación, entre otros, son la base por antagonismo para el estado mental que denominamos tristeza o pena, angustia, o dolor.
Los mapas asociados a la alegría o felicidad implican bienestar y son más relevantes para la supervivencia porque son sucedáneos de otras emociones: alguien que sintió miedo y superó la situación difícil se siente feliz. Significan estados de equilibrio para el organismo. Estos estados de alegría son motivadores, y permiten el desarrollo social y una mayor capacidad para actuar.
En cambio, los mapas relacionados con la tristeza corresponden a desequilibrios funcionales del organismo y pueden resultar invalidantes. En el caso del dolor, los síntomas de enfermedad indican un desequilibrio de las funciones vitales que, de no resolverse, es de mal pronóstico: la situación puede evolucionar hacia la enfermedad y la muerte. Los sentimientos, entonces, pueden ser sensores mentales del interior del organismo: son las expresiones mentales de equilibrio o desequilibrio interno (Damasio, 2005).
Implícitamente, el mandato biológico consiste en sobrevivir y hacer de la experiencia de supervivencia una situación placentera en lugar de la dolorosa. La condición de regulación de la vida se expresa en forma de afectos (alegría-tristeza) y la felicidad como bien, consiste en poder librarse de las emociones negativas.
Con este objetivo de sobrevivir, a lo largo de la evolución se desarrolló un mecanismo que permite reaccionar y decidir de inmediato para actuar rápidamente. En esas situaciones no hay tiempo suficiente para planear o pensar conscientemente y luego decidir. Estas situaciones exigen una reacción “automática-lista”. El tiempo que el pensamiento racional requiere analizando las posibilidades de actuación, en muchos casos disminuye la probabilidad de supervivencia, puesto que reduce la posibilidad de decidir rápidamente (Levav, 2005). Es el “atajo” amigdalino que describe LeDoux (1999), en donde se “pasa por alto” el diálogo de la amígdala con el hipocampo y el prefrontal, actuando de manera súbita, ya que en momentos límites, la variación de un segundo puede salvar la vida. Pero Damasio (1999) propone la existencia de un mecanismo, el “marcador somático”, que se desarrolla evolutivamente a partir de aspectos biológicos innatos, pero sobre todo a partir de las experiencias que conforman la historia de vida individual. Los marcadores somáticos se definen como un caso especial de sentimientos generados a partir de emociones secundarias. Estos marcadores son aprendidos en la interacción, influyen en el proceso de decisión y lo encauzan hacia los resultados más convenientes para el individuo en las situaciones que debe enfrentar.
El mediador neuroanatómico del marcador somático es la corteza prefrontal. Así, Damasio define la emoción como la combinación del proceso mental simple o complejo con las repuestas del cuerpo, todo ello íntimamente relacionado con el cerebro. Todo ocurre al mismo tiempo.
La emoción, sin embargo, es diferente del sentimiento. El cerebro monitorea continuamente los cambios en el cuerpo. El cuerpo “siente” la emoción al mismo tiempo que la experimenta. Los mecanismos neurológicos de la emoción y el sentimiento se desarrollaron en los humanos para permitir conductas apropiadas en situaciones que no requieren pensamiento consciente. Las conductas apropiadas se aprenden y son influenciadas por la cultura.
Si LeDoux (1999) describe el circuito rápido amigdalino a partir de la situación peligrosa y habla de “disparadores emocionales”, que posibilitan la detección y reacción apropiadas, Ekman (2003) agrega que existe un “banco de datos de alerta emocional” que acciona por medio de una red neuronal (cell assembly) que permite la identificación de las emociones en los grupos humanos en todas las culturas. El cuerpo manifiesta de manera diferente cada una de las emociones básicas por medio de indicadores musculares específicos y distintos para cada tipo de emoción básica (Levav, 2005). Según Ekman, la expresión facial y la voz son los componentes somáticos que identifican las emociones con mayor exactitud.
Los seres humanos poseemos un complejo repertorio de mecanismos de regulación para la supervivencia, que pueden clasificarse como automáticos o no automáticos. Los primeros incluyen a las emociones y a los sentimientos que ellas originan, y son el fundamento de un repertorio de comportamientos orientados a la supervivencia: éticos, compasivos, colaborativos, etc. Dentro de los mecanismos no automáticos, tendría que ser posible incluir a ciertas instituciones humanas cuyas normas y afirmaciones deberían ser extensiones de los modos de regulación vital y de las estrategias de autorregulación y autopreservación: escuelas, instituciones científicas, lugares de trabajo, de esparcimiento, familias, etc. El problema es que frecuentemente, los dispositivos no automáticos parecen entrar en conflicto con los automáticos. Así, vivimos en instituciones sociales regidas por mecanismos de competencia, lucha, agresión, poder, miedo, no cooperación, negación del otro, etc., que como hemos señalado, van en contra de nuestra base emocional para la supervivencia: cooperación, asociación, amor -entendido como de aceptación de la legitimidad del otro en la convivencia (Otero, 2006).
El amor y los tipos de amor
Más allá de la gama de emociones básicas, como hemos hecho referencia, los sentimientos competen a un territorio de mayor complejidad. Mientras que las emociones son llanas y poseen un neto contenido biológico que entrelaza estructuras cerebrales, hormonas y neurotransmisores, en los sentimientos hay variables cognitivas y estructuras de pensamiento, que se elaboran producto de la interacción y el tiempo de relación con el otro.
Entre el repertorio de emociones posible, Maturana (1984, 1990) considera fundamental la que él denomina emoción del amor. Esta emoción habría sido decisiva en el surgimiento de una característica esencialmente humana: el lenguaje. El amor sería la emoción que especifica un dominio de acciones que nos hacen aceptar al otro como un legítimo otro en la convivencia. Las interacciones basadas en la emoción del amor, amplían la convivencia, las interacciones basadas en la emoción de la agresión destruyen la convivencia porque niegan al otro. La idea de Maturana es que el lenguaje, como dominio de coordinaciones conductuales consensuales, no puede haber surgido en la agresión ni en la competencia, sino en la cooperación.
Las definiciones de amor varían de acuerdo a la disciplina o modelo al que se adhiera, razón por la cual se encuentran teñidas de subjetivismo propio de los términos abstractos y más a los que aluden al territorio de sentimientos y emociones. Muchos han sido y son los autores que han intentado definirlo. Románticos, poetas, científicos, artistas, terapeutas, se han embarcado en semejante tarea, imponiendo desde sus modelos de conocer las más disímiles descripciones. Es cierto, que como la mayoría del repertorio de términos abstractos, el amor resulta sumamente difícil de explicar, más aún cuando se apela a recursos racionales o que competen a la lógica. Si a cualquier persona le puede ocasionar dificultades definir un objeto concreto como puede ser una silla o una taza, puesto que es imposible no poner en juego nuestras atribuciones de significado y, por tanto, nuestro modelo de conocimiento, en conceptos abstractos como libertad, esperanza, altruismo, verdad, alegría y hasta el mismo amor -conceptos que son “amorfos” en estructura y que no poseen un perímetro reconocible donde aferrarse- pueden arrojar las más diversas definiciones (Ceberio, 2005; Spencer-Brown, 1973; Watzlawick, 1988; von Glasersfeld, 1994).
El amor es un fenómeno complejo y como tal se construye mediante diferentes relaciones y por ello es diferente en sí mismo en cada categoría de relación donde se desarrolle. El amor de padres a hijos, entre hermanos, nietos y abuelos, entre amigos, de hijos a padres, entre cónyuges, etc. es cualitativamente diferente en cada vínculo.
Pero, si algún sesgo nos diferencia con el resto de las especies, es que somos animales amorosos. El amor social es el inherente a la especie humana. Es la emoción que mancomuna la interacción. Si toda conducta es comunicación (Watzlawick, Beavin y Jackson, 1967), sostenemos que en toda comunicación opera el amor como un motor o motivador comunicacional. Por lo tanto, siempre debe haber una cuota de amorosidad social como vehículo comunicacional.
En esta dirección, Humberto Maturana (1990:53), afirma: “Es porque somos seres amorosos que nos preocupa lo que pasa con el otro; es porque la biología del amor y la intimidad constituyen dimensiones relacionales que definen a nuestro linaje, que nos enfrentamos a cualquier edad cuando se interfiere con nuestro vivir en el amor. Es porque la biología del amor y de la intimidad constituyen las dimensiones relacionales que definen nuestro linaje que el amor es la primera medicina”.
Somos seres amorosos, hay numerosas pruebas que muestran actos de solidaridad, amor y generosidad, entre niños pequeños y entre primates, principalmente en chimpancés y bonobos (Herreros, 2013; De Waal, 2014) y esto termina de reafirmarse con el hallazgo de las neuronas espejo como génesis de la empatía (Rizolatti, 2005). Este es un “amor social”, que se diferencia del amor íntimo: tanto el “amor conyugal” como el “amor parental” compete a un territorio donde la intensidad y calidad del amor alcanzan su máximo nivel. Compete a una estructura bio-cognitivo-emocional de la que se derivan multiplicidad de juegos relacionales que derivan en sentimientos y que coadyuvan a la producción y mantención de tales juegos como alianzas, coaliciones, rivalidades, celos, envidia, etc.
Tal vez habría que diferenciar el amor social con el amor familiar, ya que este tipo de amor entra dentro de lo social pero interviene una variable de una importancia no menor: la biología, es decir, la herencia, la genética, aunque también hay factores relacionales y cognitivos que se aúnan y que producen efectos relacionales identificatorios. Estas identificaciones que se establecen a partir del “lazo de sangre” con cada integrante de la familia en particular aunque también la identificación se produce en las relaciones: relaciones de pareja, por ejemplo.
Mientras que el amor conyugal, es un amor asociado con los sentimientos. Es un amor complejo que evoluciona o involuciona en el vínculo que se desenvuelve en el tiempo y en donde se desenvuelven diferentes variables de significado entre cónyuges. En este sentido, el amor se diferencia de la pasión, que resulta más biológica, más intempestiva y neuroquímica.
Tras la dificultad de encontrar una definición de amor y no caer en particularidades subjetivistas, tal vez, pueda resultar más sencillo definir pautas de elecciones patológicas, relaciones fallidas y amores “dolientes”, en cambio de trazar definiciones acerca del amor saludable propiamente dicho. Esta es una manera de establecer parámetros claros para definir el “mal amor”. O sea, a veces, de cara a la falta de definición de un tema determinado, logra ser explicado por su contrario.
Tratar de traducir al amor a significaciones racionales e imponerle, si se quiere, una cuota de lógica, puede sumergirnos en una profunda complicación. Maturana (1994) señala que la preocupación por el partenaire no posee un aval de racionalidad, la preocupación ética no se funda en la razón, se funda en el amor, no se basa en un cálculo de beneficios. El amor es un sentimiento que emerge poderoso del sistema límbico. No pasa por el tamiz del hemisferio izquierdo, aunque a veces se intentan evaluar cuáles fueron las características, particularidades o actitudes por la que una persona ha enamorado a otra. Es, entonces, cuando se piensa al amor. Pero se piensa cuando ya se halla instaurado. O cuando se duda. Cuando no se está convencido que el sentimiento hacia el otro es el amor. El partenaire enamorado, siente y convierte en acciones que tratan de ser consecuentes y coherentes con ese sentimiento (Ceberio, 2005).
Un ser humano traduce en gestos, movimientos, acciones, palabras o frases, orales o escritas, en la necesidad de hacer saber al otro, de transmitirle ese afecto profundo. Transmisión que encierra la secreta expectativa de reciprocidad amorosa, de complementariedad relacional que produce en el protagonista el saber que no está solo en el proyecto de la pareja (el amar sin ser amado es una de las causales más frecuentes de la desesperación). Transmisión que busca la creencia de una seguridad. Una utópica seguridad, tanto, que la búsqueda de reaseguramiento amoroso hace que se descuide el presente de amor en pos de reafirmar el futuro hipotecándolo. Y ese descuido, posee lamentables consecuencias cuando la mirada preocupada se centra en adelante y no en mientras y durante.
Cuando dos personas se encuentran y aparece en ellas el deseo amoroso, la comunicación verbal se activa. Las palabras fluyen en armonía, aunque a veces los temores al rechazo bloquean ese libre fluir. Las frases se impostan casi poéticamente. Hasta en los menos histriónicos, la impronta seductora impregna las palabras. Aparece cierta cadencia en el discurso, cierta tonalidad en el hilván de las frases. La gestualidad se modifica. La mímica es más sutil y los movimientos se encorvan y enllentecen. Los ojos se entrecierran, la boca se mueve más provocadoramente y las miradas de los partenaires, retroalimentan todo este juego (Miret Monsó, 1972; Ekman, 1999, 2003; Matsumoto, 1993).
Neurobiológicamente, cuando dos personas se encuentran, hay fluidos endocrinológicos y bioquímicos que se segregan. El estómago se “endurece” y se detona en ansiedad lo cual produce mayor apetito que se traduce en voracidad. En otras ocasiones, se produce fenómeno contrario: el estómago se “cierra” y no deja el libre paso a la ingesta alimenticia. La secreción de adrenalina aumenta, colocando a la persona en una alerta hipervigilante. Los músculos se tensan y se está pendiente de las actitudes del otro que serán significadas como señales de atracción o aceptación, indiferencia y rechazo.
Todas estas son las alertas que acompañan al deseo amoroso. Alertas que, de ser correspondidas, hacen que se conforme una pareja. El crecimiento del vínculo, léase el conocimiento del otro en sus valores, gustos, virtudes y defectos, etc., genera una complementariedad que permite el lento avance hacia la conformación de una familia.
El establecimiento de la relación, posibilita descender los niveles de romanticismo (tanto verbales, paraverbales, etc.) a los que aludíamos anteriormente. No porque se está menos enamorado, sino porque varía cualitativamente, puesto que en dicho período romántico –como desarrollaremos más adelante- los amantes están preocupados por ser correspondidos en el amor, por tanto, hacen cosas que cautiven al partenaire, son hábiles detectores de cuáles son los detalles que seducen al otro e intentan ponerlos en juego. Es una etapa donde se trabaja para asegurar la relación, más allá de los efluvios químicos e instintuales que acompañan al proceso.
Pero un amor más emparentado con la emocionalidad y con los aspectos neurobiológicos, refiere a la relación de padres hacia hijos: el amor parental. Es un amor que como todo amor no es sencillo en definir y en general se describe por las acciones que se realizan que establecen un barómetro de la intensidad del amor.
El amor parental es un amor biológico, propio de la descendencia de la especie. Es el amor oxitocínico protector y cuidador. Es el amor del protector del apego (Bowlby, 1953, 1958, 1960, 1969; Ainsworth, Blehar, Waters y Wall, 1978) El amor natural que se desarrolla desde el nacimiento entre los padres y el hijo.
El artículo La naturaleza del vínculo de los niños con su madre (1958) fue el primer artículo en el que Bolwby introdujo los conceptos precursores de la teoría de apego. El segundo fue La naturaleza del Amor, de Harry Harlow que se basa en experimentos que mostraban las crías de monos Rhesus pareciendo formar un vínculo emocional con madres adoptivas (Bowlby, 1958, Harlow. 1958).
El núcleo duro de la teoría del apego consiste en entender que un ser humano desde su nacimiento necesita desarrollar una relación con al menos un cuidador principal con la finalidad que su desarrollo social y emocional se produzca con normalidad. Quiere decir que el establecimiento de este primer vínculo fundamenta la seguridad del niño pero también signa la futura seguridad del adulto, por lo tanto demarca la dinámica de largo plazo de las relaciones entre los seres humanos. El apego no sólo se desarrolla en los humanos sino también en otros mamíferos e intervienen diversas teorías que abarcan los campos de la psicología evolutiva y la etología. (Bowlby, 1958)
La teoría del apego es una teoría que se centra en la interacción entre, principalmente, madre e hijo, o cualquier mayor colocado en el lugar de protector. No solamente es la necesidad del bebé sino los adultos que se ubican en ese lugar, son adultos sensibles y receptivos a las relaciones sociales y permanecen como cuidadores consistentes por algunos meses durante el período de aproximadamente seis meses a dos años de edad. Cuando el bebé comienza a gatear y caminar, empieza a utilizar las figuras conocidas como una relación de confianza y seguridad. La reacción de los padres lleva al desarrollo de patrones de apego y conducen a la construcción de modelos internos que guiarán las percepciones individuales, emociones y pensamientos del niño (Ceberio, 2014).
Esta perspectiva deja entrever que no es lo mismo el amor relacional desde los padres hacia los hijos, que desde los hijos hacia los padres. La profunda incondicionalidad amorosa se muestra desde la parentalidad. Son los padres que se ofrecen como protectores incondicionales de los hijos y no a la inversa. Es el caso de madres que protegen a sus hijos que han cometido actos aberrantes, delincuenciales o asesinatos, que a pesar de todo se hallan al lado de ellos par y par. Más allá que las funciones se invierten en la vejez de los padres donde los hijos se parentalizan -son padres de sus padres- aunque tampoco es el mismo amor (Ceberio, 2013). Por supuesto que siempre existen excepciones a la regla, y que exceden etiquetamientos del DSMV, observamos padres abandónicos, padres que olvidan y niegan la relación con sus hijos: este es un amor contra natura.
Pero una creencia sostenida en los vínculos amorosos conyugales, es la de la incondicionalidad amorosa que alcanza su síntesis en la frase “hasta que la muerte nos separe”, con la consecuente jura de fidelidad. Parte de la hipótesis inicial de la presente investigación es que esta creencia forma parte de la mitología relacional de la pareja, pero que por el contrario, el amor de pareja resulta “condicional”, es decir, se encuentra sometido a multiplicidad de condicionamientos: contextuales, evolutivos, estéticos, económicos, sociales, relacionales, políticos, entre otros.
Una pareja se elige en un determinado período de la vida y luego del paso de los años, ninguno de los partenaires son lo que eran cuando se eligieron. Ni él es el que era, el que eligió a su pareja, y ella ya no es la que eligió a él: ninguno de los dos hoy es para el otro como lo eran en el momento primigenio de la elección. Si una pareja no recontrata y repiensa la relación, el camino del compartir es difícil, porque la evolución individual genera cambios de formas de pensar la vida y esto involucra la pareja. Más allá que nadie ama en totalidad, sino se aman ciertos aspectos del otro que por valores, predilecciones, gustos, creencias, aspectos estéticos, etc. existe convergencia.
Otra fracción remite a los aspectos que no me enamoran y otros que directamente desenamoran, es decir, le restan territorio al amor. Cabe aclarar que estos aspectos no son negativos o positivos en sí mismos, sino siempre competen a nivel de atribución personal (Ceberio, 2005). No son virtuosos o defectuosos en sí mismos.
En cambio el amor parental es el único sentimiento amoroso incondicional. Es el amor de la entrega sin inhibiciones, es el amor que “le da la vida” por el hijo.
Amor incondicional/amor condicional: la hipótesis
La presente investigación se estructura a través de un dilema que intenta diferenciar el amor paterno y materno-filial en comparación con el amor de pareja, en base a tres distinciones: 1) La condicionalidad e incondicionalidad amorosa. 2) La reacción amigadalina y la reacción frontal y prefrontal. 3) La reacción pensada y analítica o la reacción emocional
Frente a una pregunta que juega con la muerte en la elección, se expone al entrevistado a una doble demanda: Si se encuentra el hijo con riesgo de muerte inminente si no se le trasplanta un corazón: ¿se lo donaría o no? En la segunda opción, la misma pregunta se establece pero en cambio la necesidad de trasplante es hacia la pareja.
En la primera opción se espera la “no duda”, es decir, una reacción biológica; mientras que en la segunda la reacción en analizada y pensada. Se estima que el vínculo amoroso de padres a hijos despierta en el cerebro respuestas amigdalinas, mientras que los vínculos conyugales activan respuestas racionales (prefrontales y corticales).
La hipótesis que plantea el presente proyecto se sintetiza en: “Condicionalidad e incondicionalidad amorosa en el vínculo materno y paterno-filial en comparación con el vínculo conyugal, en hombres y mujeres de 20 a 70 años que habiten en Ciudad Autónoma de Buenos Aires y Gran Buenos Aires”.
La investigación intenta demostrar la condicionalidad e incondicionalidad amorosa, entendiendo que el amor incondicional es el amor de los padres hacia los hijos, mientras que el amor de pareja es un amor sometido a diferentes condicionamientos (sociales, culturales, económicos, ideológicos, estéticos, entre otros) más allá del lazo amoroso. Neurocientíficamente, la respuesta al dilema espera por parte de los padres, una reacción más amigdalina, inmediata, que no involucra razonamientos (frontalizada). En cambio, se espera que la respuesta de los cónyuges sea producto de la reflexión o del pensamiento y el análisis, es decir, una reacción frontalizada y cortical.
La investigación se llevó a cabo mediante un estudio descriptivo de poblaciones mediante encuestas con muestras no probabilísticas. Se utilizaron encuestas con el objetivo de describir las variables de estudio (la encuesta como herramienta para la obtención de evidencia empírica) y se trata de un subtipo transversal, ya que la descripción se hace en un único momento temporal (Nuevo, Montorio, Márquez, Izal y Losada, 2004; Pereira y Smith, 2003; Montero y León, 2007). La muestra estuvo constituida por 471 personas entre 20 y 70 años de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y Gran Buenos Aires que tienen hijos y pareja estable. El acceso a las muestras es dado por el equipo de investigación, quienes se desempeñan en tales áreas en la Escuela Sistémica Argentina (ESA) y en la Universidad de Flores (UFLO), y presentan acceso a esta población.
La prueba se realizó presentándole al padre o la madre la siguiente situación hipotética o dilema: “Estás en la sala de espera de un quirófano en el que se encuentra tu hijo/a en cirugía que en ese momento tiene 18 años. El médico cirujano sale del quirófano y te dice: “Si a tu hijo inmediatamente no le trasplantamos un corazón no va a sobrevivir, ¿le donas tu corazón, SI o NO?”. Y la segunda opción consiste en repetir la misma consigna pero en el quirófano se encuentra tu esposo/esposa. El médico cirujano sale del quirófano y te dice: “Si a tu esposo/a no le trasplantamos un corazón, no va a sobrevivir, ¿le donas tu corazón, SI o NO?”
En ambas opciones se exploran las emociones: Angustia / Ansiedad / Tristeza / Culpa / Confusión e indecisión / Desesperación / Indiferencia o frialdad / Miedo / Enojo o bronca / Cariño y amor / Otros. Con respecto al estado civil, sobre 471 personas de la muestra hubo 304 casados (64,5%), 27 divorciados (5,7%), 26 separados (5,5%), 88 concubinos (18,7%) 26 cónyuges (5,5%). La población estuvo compuesta por 134 hombres (28,5%) y 337 mujeres (71,5%). En lo atinente al vínculo parental, se contabilizaron: hijo biológico (425: 90,2%), hijo adoptado (10: 2,1%), hijo de pareja (35: 7,4%) y guarda Legal (1: 0,2%).
Resultados y conclusiones
Con respecto al amor parental, 430 padres (91,3%) donarían el corazón, con porcentajes que no muestran disparidad de género en la muestra (92,2% hombres, 92,8% mujeres), lo que ratifica nuestro supuesto acerca de la incondicionalidad de amor y también desmitifica la creencia de que la maternidad es más altruista que la paternidad: la investigación mostró que tanto padres como madres son los que dan su vida por los hijos.
El sexo del participante no mostró diferencias de respuesta frente a esta situación (p = .48), así como tampoco estuvo relacionado el estado civil (p = 0,62), ni con su edad del participante (p = 0,07), ni la cantidad de hijos (p = 0,19).
Hubo 41 sujetos (8,7%) cuya respuesta fue negativa, pero que cuando se les repreguntó que fue lo que sintieron de manera inmediata con la pregunta, afirmaron en su mayoría que lo donaban. En casi el 100% de esos casos, las padres tenían un promedio de tres hijos, cuestión de que si donaban dejaban en orfandad al resto. Cabe aclarar y, si bien esto se redactará en un artículo en simultáneo de corte neto neurocientífico, la primera reacción afirmativa es amigdalina, el dar la vida por la progenie, pero en un segundo momento se frontaliza, es decir, se piensa y razona acerca de qué le sucederá al resto de hijos y recién allí se negativiza. En este caso, el tiempo de reacción es importante puesto que la reacción amigdalina es inmediata, pero la reflexión frontalizada demora la reacción.
Lo importante es el registro de que la mayoría de padres hace una entrega incondicional de amor, llevado al extremo por el dilema (la entrega de la vida por el hijo). Tengamos en cuenta que el porcentaje se aumenta si le adicionamos los pacientes que respondieron “no” pero que en un primer momento sintieron que “si”.
Otro detalle interesante de la muestra es que hubo 7 hijos adoptivos sobre 471 (1,5%) aproximadamente, de los cuales 6 padres donan su corazón. Pareciera ser que más allá de la parentalidad biológica, el amor incondicional también se extiende a la función parental. Cabría profundizarlo en futuras investigaciones, si es la función biológica o la parental, la que produce la incondicionalidad. No menos llamativo es que sobre el total hubo 32 casos de que los hijos no son propios sino hijos de la pareja y sin embargo 27 cónyuges donaron su corazón a pesar de no ser padres biológicos ni adoptivos. Por lo tanto, el lazo de sangre o el lazo de adopción es poderoso y determinante en el amor parental, y se entiende este amor en padres funcionales y saludables.
En contraste, los resultados ante el dilema que investiga el amor conyugal, sobre una muestra de 471 personas se observó que 205 personas (43,5%) sí donarían el corazón, contra 266 (56,5%) que “no” lo donarían. Los tiempos de reacción fueron más largos (4 a 10 seg) y no inmediatos amigdalinos, lo que observa el pensamiento y la elucubración, es decir es una decisión que se piensa y se calcula probabilísticamente tomando en cuenta las opciones y las posibilidades, más allá del sentimiento. También se observa que ocurre la duda y el titubeo, como después detallaremos en las emociones de mayor rango.
Otro detalle es que dentro de las personas que donan el corazón, las personas evidenciaron respuestas estadísticamente significativas en la respuesta a la situación dos de acuerdo a su sexo (p < 0,001). Los hombres alcanzan casi un 70% (68%) por sobre las mujeres cuyo porcentaje alcanza a un 35,2%. Son varias las hipótesis que se barajan al respecto y que pueden abrir las puertas de nuevas investigaciones. Una de las posibilidades es que las mujeres dan primacía a la maternidad (hormona oxitocina entre otras) por sobre la conyugalidad (si donan el corazón a su pareja dejarían huérfanos de madre a sus hijos). Y el sentimiento materno es muy intenso, a pesar que los resultados de la donación acercan los mismos porcentajes entre hombres y mujeres, y en cierta manera se derrumba esta hipótesis.
También podríamos inferir que los hombres son más dependientes y aferrados a la conyugalidad que el género femenino; aunque también defienden su clan (efectos de la hormona vasopresina) y en este caso dan la vida por su pareja. La edad de los participantes no se mostró relacionada con la respuesta (p = 0,55) y la cantidad de hijos mostró una tendencia significativa hacia la respuesta afirmativa en esta situación (p<0,05).
En lo que respecta a la comparación de las emociones registradas en cada dilema se observó que en el amor parental, o sea, la incondicionalidad amorosa, la “angustia” fue la emoción que primó por sobre el resto (213: 45,2%), seguido por el “cariño/amor” (196: 41,6%), la “desesperación” (122: 25,9%) y el “miedo” (117: 24,8%), seguidos por la “tristeza” y la “confusión” con porcentajes por debajo del 20%. Estas emociones son reacciones amigdalinas empezando por la tríada “angustia/miedo/desesperación” y la manifestación del amor, puesto que sin duda es el amor parental el que mueve toda esta tríada. Resultan significativos valores que no llegan al 4% en emociones como la “indiferencia” y el “enojo”, emociones extrañas para semejante dilema.
Comparativamente, las emociones y sentimientos registrados en el amor condicional que ocuparon el lugar principal fueron la “confusión e indecisión” (141: 29,9%) y la “angustia” (139: 29,5%) lindando con la “tristeza” (138: 29,3%). Estas emociones signan el camino de la condicionalidad, puesto que la confusión de la elucubración para decidir es una reacción “frontalizada” y la angustia que se produce se debe más a la duda que a la pérdida como en el amor incondicional. Se demarca una diferencia con la “confusión” que en el amor parental tuvo un valor por debajo del 20%, es decir, no hay duda, sólo se observó en los casos en donde se debió decidir debido a la cantidad de hijos.
También en porcentaje elevado se halla “cariño/amor” (114: 24,2%) y el “miedo” (74: 20,6%), emociones si se quiere lógicas y adaptativas para este dilema. Pero a la vez es significativo que los síntomas de “indiferencia” (59: 12,5%) y “enojo“ con 49 personas (10,4%) se elevan casi triplicando los valores aparecidos en el primer dilema. Llama la atención la diferencia de estos valores con el amor parental, puesto que si bien oscilan en un 10% de la muestra, tanto el sentimiento de “indiferencia” como el de “enojo”, enfundan la angustia y son defensivos, aunque también son sentimientos que en el amor parental son “contra natura”, es muy difícil ser indiferente frente a la muerte de un hijo.
En síntesis, el amor parental, materno o paterno filial es incondicional. Siempre teniendo en cuenta a familias funcionales y de parentalidad saludable: no hay duda sobre el amor hacia los hijos. El lazo de sangre o el lazo de adopción es poderoso y determinante en el amor parental. Es un amor “casi biológico”, amigdalino, oxitocínico. El amor no se piensa se siente: se piensa frente a la duda de desproteger al resto de hijos (como en el caso de donar el corazón dejando huérfanos al resto de hijos).
Mientras que el amor conyugal es condicional, se encuentra sometido a múltiples condiciones (económicas, sociales, ideológicas, de creencias, etc.), a pesar que las parejas buscan la seguridad relacional de la incondicionalidad amorosa. Más aún se busca la incondicionalidad con incondicionalidad creando relaciones alienantes, dependientes y aglutinadas (Ceberio, 2015). Hay pensamiento y reflexión acerca de entregar la vida por el partenaire, puesto que es un amor que se elige, no hay lazo de sangre. En cónyuges funcionales y saludables puede o no haber duda sobre el amor hacia el partenaire, es decir, puede o no haber entrega de la vida por la pareja.
Nota del autor
La investigación fue desarrollada por el LINCS (Laboratorio de Neurociencias y Ciencias sociales) y participó parte del equipo: Romina Daverio, Marcos Díaz Videla, Lucas Labandeira, Laura Alvarez, María Amelia Stagliano, Maria Eugenia Nani, María Sol Travaglio, Gabriela Kozyra.
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