Introducción
La recuperación en salud mental no puede explicarse únicamente por la reducción de las dimensiones sintomáticas, sino también por cambios personales en las actitudes, valores, objetivos y habilidades mediante las cuales las personas pueden vivir vidas satisfactorias a pesar de experimentar síntomas y vulnerabilidades en salud mental. La conceptualización de la resiliencia como capacidad del proceso de recuperación es un constructo clave en este contexto y está en consonancia con las políticas actuales de salud mental que enfatizan su promoción y desarrollo (American Psychological Association, 2009, 2010).
El panorama de la salud mental en nuestro país es una combinación de alta prevalencia e inicio temprano de enfermedades psiquiátricas, en el que 29,1% de la población padece algún trastorno psiquiátrico, con una mediana de edad de inicio de 20 años (Stagnaro et al., 2018). Señalan los autores que uno de cada tres argentinos mayores de 18 años presentó un trastorno de salud mental en algún momento de su vida. Los más frecuentes fueron el episodio depresivo mayor, seguido por el abuso de sustancias y las fobias específicas. La mediana de edad para todas las enfermedades fue de 20 años, pero los trastornos de la conducta disruptiva fueron más precoces (mediana de edad: 11 años) seguidos de trastornos de ansiedad (mediana de edad: 19 años). Se trata del primer estudio nacional en población general de la Argentina que busca estimar las tasas de prevalencia y severidad de los trastornos mentales a lo largo de la vida y la edad de inicio de los mismos, así como la demora en buscar asistencia y la eficiencia de los servicios. Las consecuencias de estas problemáticas acarrean dificultades financieras, conflictos familiares, problemas legales, daño y hasta la muerte.
La Organización Mundial de la Salud señala que el 30% de la población por debajo de los 18 años sufrió algún tipo de abuso, según cifras europeas. La relación entre las adversidades en la infancia y la posibilidad de desarrollar serios problemas de salud mental es robusta. Dangerfield, (2012, 2016) señala que esta población, víctima de algún tipo de abuso, suele ser resistente a relatar sus historias de abuso y los profesionales no siempre lo investigan adecuadamente. Los autores sostienen que pocos países cuentan con sistemas de detección y supervisión confiables, pero aun cuando los tienen, reportan que en el 90 % de los casos el maltrato sigue sin ser identificado.
El propósito de este trabajo es el de articular desde el paradigma cognitivo, el concepto de mentalización y apego (Fonagy et al., 2006, 2012) con técnicas de atención plena y regulación emocional (Linehan 1993; Kabat-Zinn 1994; Teasdale et al. 1995), vinculando su integración desde una perspectiva constructivista de la resiliencia (Padesky, 2006) como alternativa terapéutica para la comprensión y el abordaje de pacientes con problemas complejos y recurrentes. En la primera parte se hace una revisión del concepto de resiliencia, y se definen los constructos de mentalización y atención plena (mindfulness) analizando sus similitudes y diferencias. En la segunda parte se realiza un breve recorrido por la teoría de la mente y su relación con la empatía terapéutica. Por último, se plantea la importancia de la integración de dos aspectos específicos comprometidos y que a menudo quedan desintegrados en los manuales de psicoterapia. El primero en relación a la combinación de psicofármacos y psicoterapia que probablemente, en la clínica, sean la norma y no la excepción en el tratamiento de la desregulación emocional y buena parte de los trastornos mentales (Fernández Liria y Vega, 2002). El segundo, en relación al concepto de empatía en la alianza terapéutica y su rol en la formación del terapeuta y su cuidado como agente de salud.
Revisión del concepto de resiliencia
La resiliencia es un término con el que, en la literatura científica médico-psicológica convencional, se hace referencia a los denominados “factores de protección”: una colección de cualidades que permiten a las personas adaptarse al cambio, enfrentar los desafíos y recuperarse de las dificultades psicosociales, de salud, etc. (“factores de riesgo”). La resiliencia psicológica se define generalmente como la capacidad de una adecuada adaptación al estrés y a la adversidad (Luthar, Cicchetti y Becker, 2000). Existe escaso consenso sobre las definiciones de resiliencia en las investigaciones sobre salud mental, un término que puede incluir protección, promoción y/o procesos de recuperación (Luthar et al., 2000). En las ciencias sociales los primeros trabajos sobre resiliencia se centraron fundamentalmente en los niños y adolescentes y posteriormente fueron estudiándose en otras etapas del ciclo evolutivo. El objeto de estudio fue la desadaptación comportamental en población infantil vulnerable comprobando que, a mayor factor de riesgo, menor resiliencia observada (Garmezy, 1991; Luthar, 1991; Masten, Best y Garmenzi, 1990; Rutter, 1985). Uno de los estudios más representativos, que podríamos considerar precursor del concepto, fue el elaborado por Werner y Smith (1982) partiendo de la hipótesis de que los niños que viven en situaciones desfavorables tendrán más probabilidades de padecer problemas de aprendizaje, delincuencia, consumo de drogas, problemas de adaptación y enfermedades, tanto físicas como mentales. Pudieron observar que un porcentaje amplio de la muestra estudiada, más del 55% mostró una alta capacidad de adaptación, sin presentar problemas de aprendizaje, de comportamiento, ni enfermedades físicas o mentales. En el seguimiento del estudio a lo largo de unos 30 años, se comprobó que estas capacidades se mantenían en el tiempo. Los autores concluyeron que la variable responsable de estas capacidades es la resiliencia (Grotberg, 2003; Masten, 2001; Werner y Smith, 1982). A partir de ese momento, se realizaron un sinnúmero de estudios sobre resiliencia en la infancia, que se remontaron a la observación de comportamientos individuales de superación, que parecían más casos aislados y anecdóticos y, por otro lado, al estudio evolutivo de niños que habían vivido en condiciones difíciles, como pobreza extrema y psicopatología de los padres, entre otros (Luthar et al., 2000). Más adelante, el enfoque de los estudios sobre resiliencia logra trascender la mirada tradicional de adversidad versus presencia de psicopatología, hacia la de adversidad versus posibilidad de adaptación exitosa.Los autores coinciden en considerar que los factores que componen la resiliencia estarían asociados a habilidades de afrontamiento especificas desarrolladas a través de la interacción con el ambiente. Optimismo, empatía, insight, competencia intelectual, autoestima, dirección o misión, determinación y perseverancia, serían las características relacionadas al desarrollo de la resiliencia (Becoña, 2006). Las personas resilientes, ante situaciones adversas, tienden a mantener actitudes y estados mentales positivos (p.ej. aceptación, regulación emocional, control de la atención, etc.), abiertos a encontrar los aprendizajes significativos, inteligencia emocional para aceptar emociones difíciles sin ser abrumados por ellas, para aprovechar sus recursos internos y persistir en avanzar hacia metas a pesar de los contratiempos. Los seres humanos, nacemos con más menos equipamiento para desarrollar esta capacidad. Aunque algunas personas lo tienen en mayor medida que otros, algunos desconocen que cuentan con esas capacidades, y que pueden cultivarse con la práctica. Ahora bien, en el marco de la salud mental, este concepto de resiliencia suele volverse un tanto engañoso. Cuando se trata de una enfermedad mental, el problema está teniendo lugar en la mente. No existe un adversario externo. Los pacientes con desregulación emocional, suelen luchar esencialmente por cuál de sus dos partes ganara la batalla.
Desregulación emocional
La desregulación emocional, como constructo transdiagnóstico, es un factor común en un grupo heterogéneo de pacientes que presentan características tales como: dificultades para regular los impulsos, creencias erróneas que perpetúan conductas problemáticas, inestabilidad del estado del ánimo, y fluctuaciones entre sentirse en control de sus problemas y sentirse desesperanzados. Estos pacientes suelen tener una construcción negativa de sí mismos, y se caracterizan por tener una relación de apego deficitaria o pobre con sus vínculos (Fonagy, 2006). Suelen desplegar intensas emociones de ira ante la frustración, y tienden a realizar comportamientos auto lesivos, que en los casos más graves van desde el consumo problemático de sustancias y adicciones hasta los intentos de suicidio. La desregulación emocional es una de las características principales de la personalidad que invade prácticamente todas las esferas de la vida de estos individuos. La búsqueda de ayuda profesional suele ser pobre y de tipo evitativo, por lo que el abandono de los tratamientos es moneda corriente. Las familias - también los terapeutas - de estos pacientes experimentan sentimientos ambivalentes de cuidado y abandono, frente a lo desgastante que puede llegar a ser el cuidado de estos jóvenes que, como hijos, parejas, hermanos, no consiguen desarrollar la autonomía necesaria para manejarse en las diferentes áreas del comienzo de la vida adulta. Frente a jóvenes con alto grado de daño emocional que presentan riesgo psicopatológico, social, y hasta riesgo de vida, resulta inevitable tener la sensación que se han perdido oportunidades de prevención y de intervenciones tempranas.
En el trabajo con pacientes de riesgo psicopatológico y social, a menudo los equipos asistenciales nos preguntamos: ¿qué debemos conseguir cambiar en la mente del paciente con el fin de ayudarle a funcionar mejor?; ¿Qué “cuidados” necesita un agente de salud que trabaja con esta población para no morir en el intento? En línea a estas preguntas, dos cuestiones centrales inspiran este trabajo:
1. El de las intervenciones para pacientes con desregulación emocional.
2. El de la empatía terapéutica y su relación con el cuidado del profesional.
En relación a las intervenciones, numerosos enfoques y modelos teóricos más tradicionales ofrecen una variada gama de técnicas para aumentar la conciencia auto reflexiva (insight) de pacientes con desregulación emocional. Desde la interpretación en la transferencia (psicoanálisis, teoría de las relaciones objetales); la reestructuración cognitiva; el manejo de las conductas, (procesamiento de la información de modelos cognitivo conductuales); intervenciones interaccionales y familiares, (teoría del cambio, de los modelos sistémicos). Resulta paradójico, señalan Feixas y Botella (2000), que modelos terapéuticos pretendidamente diferentes (e incluso opuestos) resulten igualmente eficaces. La resolución de esta paradoja pasa para muchos por la cuestión de la integración, tanto en lo que respecta a la identificación de los factores comunes que afectan al éxito terapéutico como a la complementariedad de la validez de unos enfoques con la de otros, en un esfuerzo de integración teórica y técnica. Dicha paradoja ha reorientado la investigación en psicoterapia al análisis de los factores que contribuyen al cambio terapéutico. Entre estos, Lambert (1986) destaca que la contribución de las técnicas terapéuticas específicas en sólo un 15% mientras que la contribución a factores comunes seria el doble (30%). Este reducido porcentaje debería hacernos reflexionar sobre la importancia atribuida a dichas técnicas en los programas de formación de psicoterapeutas, así como sobre el papel de las habilidades técnicas en la práctica clínica. En general, este énfasis en los aspectos técnicos de la psicoterapia va en detrimento de los factores relacionados con las variables del paciente, del terapeuta y de la relación terapéutica. Sin embargo, estos parecen ser los factores que más afectan al resultado global de la psicoterapia.
Dentro del marco de la relación terapéutica cognitiva, señala Gómez (1997), independientemente del enfoque terapéutico que utilicemos, se ha prestado especial atención al concepto de alianza terapéutica utilizado por primera vez por Greenson (1967). Posteriormente Bordin (1979, 1994) desarrolló una reformulación transteórica de la alianza terapéutica y la conceptualizó como consistente en tres componentes interdependientes: acuerdo en las tareas, acuerdo en las metas y vínculo positivo. Los hallazgos de la investigación establecieron que la alianza terapéutica es el mejor predictor de los resultados en psicoterapia. Esto apoya la visión, señalan los autores, que los terapeutas que son empáticos, congruentes y muestran aceptación por sus pacientes, son más capaces de negociar las tareas y objetivos de la terapia y desarrollan un vínculo terapéutico más positivo.
Baringoltz (2009, 2018) ha investigado el tema de la persona del terapeuta, realizando numerosos aportes destacando la importancia de la supervisión para que el profesional pueda identificar los entrecruzamientos entre los propios valores, creencias y reacciones que surgen en la relación terapéutica. En la misma línea, los autores señalan que el papel del cuidado del terapeuta es fundamental, tanto para la prevención de su salud como para una tarea profesional más efectiva, ya que la persona del terapeuta es la herramienta fundamental en el trabajo terapéutico (Mahoney y Fernández-Alvarez, 1998).
En este sentido, se plantean dos cuestiones claves que suelen dificultar la creación y mantenimiento de un vínculo terapéutico positivo. En ocasiones la posibilidad de ser empáticos, demostrar interés y curiosidad, flexibilidad y aceptación de determinados pacientes suele verse obstaculizada. La capacidad de trabajar colaborativamente con determinadas complejidades clínicas va perdiendo fuerza, hasta culminar, en casos más extremos, en el desgaste del profesional (burn out). Una de las claves estaría dada en base a la comprensión que la alianza terapéutica es una técnica que, en el marco de la terapia, dichas cualidades son dinámicas (interactúan según el contexto, tipo de paciente, etc.), no son características fijas, por lo que dichas capacidades pueden tanto debilitarse en el curso del proceso terapéutico, como desarrollarse durante el proceso de la formación profesional y el curso de la terapia. Otra de las claves, señaladas por Fonagy y Allison (2014), es la de comprender en mayor profundidad la naturaleza evitativa de la ayuda de los jóvenes con problemas complejos y en riesgo. Estos suelen tener una relación muy pobre con los sistemas de ayuda ya que el contacto con sus necesidades emocionales les resulta amenazante, y desestabiliza su frágil sistema de supervivencia. Tolerar la dependencia afectiva es a menudo vivida como catastrófica por la falta de confianza (desconfianza epistémica) en una relación suficientemente disponible y confiable. El contacto con el otro podría representar el miedo a la repetición traumática de abandono, rechazo y/o abuso. La experiencia emocional que no ha sido reconocida, contenida, sino depreciada probablemente haya dañado el desarrollo de los procesos de pensamiento y la capacidad de modular las emociones y las capacidades de mentalización (conciencia reflexiva). El trabajo para el terapeuta en este nivel es muy difícil y complejo, especialmente por lo que implica estar disponible para recibir proyecciones de experiencias y ansiedades disociadas de sus pacientes. En los casos más severos, sostiene Dangerfield (2012-2019), más servicios y profesionales intervienen, a menudo con escasa coordinación, con objetivos que no coinciden y modelos de tratamientos o intervenciones que no se encuentran suficientemente integrados.
Estas consideraciones me llevan a reformular la pregunta anterior. “¿Qué tenemos que cambiar en nuestra propia mente, en nuestro equipo, en nuestra red y en nuestro sistema asistencial para poder llegar a este paciente que no espera nada de bueno de una relación y menos si esa relación es con un profesional asistencial?”. “Como podemos mejorar la relación de los pacientes con la “ayuda”, para incrementar la probabilidad de una actitud de búsqueda de ayuda por parte del paciente en el futuro, así como afrontar las dificultades actuales en múltiples dominios.”?
La Conceptualización Cognitiva desde la perspectiva de la Resiliencia
El énfasis en la construcción de resiliencia como objetivo de la terapia se encuentra en los orígenes de la Terapia Cognitiva. En los manuales originales escritos por Beck y colaboradores (1979), establecían que: los pacientes necesitan adquirir conocimientos específicos, experiencia, y habilidades en el manejo de ciertos tipos de problemas; la terapia es considerada un periodo de entrenamiento en el cual aprenden a adquirir modos más efectivos de lidiar con las situaciones problemáticas. No es esperable que el mismo adquiera una completa maestría en las habilidades terapéuticas. El énfasis estaría en el crecimiento y desarrollo. Luego de la terapia tendrá suficiente tiempo en mejorar esas capacidades (Kuykyen, Padesky, Dudley, 2009). En Cognición y Psicoterapia, Beck (1988) señala que cada enfoque terapéutico es un sistema con un marco teórico coherente y un cuerpo de datos clínico que lo sustenta… “Cada teoría gira alrededor del concepto de perdida y de déficit, y cada enfoque incluye una terapia de sustitución para rellenar las brechas” …” Según el modelo cognitivo, el déficit en sus sentimientos positivos, se contrarrestan ofreciendo construcciones más positivas de la experiencia”.
La Terapia Cognitiva ha tenido un significativo grado de eficacia en el tratamiento de una amplia variedad de dificultades como los trastornos de depresión y ansiedad, entre otros. Trabajos posteriores han destacado la importancia de integrar en la terapia cognitiva tradicional la identificación de las fortalezas (cualidades positivas, recursos) del paciente ligados a la resiliencia. En el Modelo Personal de Resiliencia (MPR) para pacientes complejos y trastornos de personalidad (Padesky, 2005; Padesky y Mooney 2006; Giusti, 2009), las autoras proponen una dirección de la terapia orientada hacia búsqueda estructurada y sistematizada de los puntos fuertes del paciente mediante métodos diseñados para identificar fortalezas silenciosas y ocultas a la conciencia del paciente (Kuykyen et al, 2009).
Construcción de Resiliencia: La importancia de su integración en las intervenciones
La Resiliencia es un concepto muy amplio que hace referencia a la capacidad de mantener cierto bienestar a pesar de la adversidad (Masten, 2001). Durante los últimos 30 años diferentes investigaciones han abordado el concepto desde diferentes ámbitos de aplicación como: factores positivos de protección (Werner, 1970); personalidad resiliente (Block y Block, 1980); Optimismo aprendido (Seligman, 1990); medición de las cuatro trayectorias de la resiliencia (Bonanno, 2000). Entre las definiciones más consensuadas encontramos en la actualidad aquellas orientadas al proceso y a la búsqueda de signos saludables a pesar de la enfermedad- adversidad. Además de la adaptación positiva a la adversidad la resiliencia involucra un proceso dinámico que le permite al individuo en cualquier etapa de su vida desarrollar, mantener o recuperar su salud mental (Luthar et.al. 2000). No se trata únicamente de una búsqueda de factores protectores ampliamente definidos, sino más bien por los mecanismos de desarrollo involucrados en los procesos de protección (Rutter, 1987). Específicamente señala el autor la importancia de buscar mecanismos que reduzcan el impacto del riesgo, inhiban las reacciones negativas en cadena, establezcan la autoestima y la autoeficacia, y abran nuevas oportunidades, procesos que normalmente operan en momentos clave de cambio en la vida de las personas. Desde esta perspectiva, el objetivo de la resiliencia no solo se refiere a evitar la enfermedad sino como crecimiento a partir de la adversidad. Se trata de un proceso dinámico y de aprendizaje que consiste sencillamente en promover y potenciar el bienestar psicológico, considerándola como un proceso de mantenimiento y construcción de salud mental. Los tres elementos clave de esta definición son los que configuran el concepto de resiliencia: el proceso, la adversidad y la adaptación positiva. Si bien existen factores biológicos predisponentes, la resiliencia es un proceso más que un rasgo o característica fija de la persona. Algunas personas desarrollan escasa resiliencia, otras son muy resilientes y no lo reconocen, evitando realizar cambios que podrían afrontar; para muchos otros las múltiples situaciones de estrés hacen tambalear la resiliencia. La resiliencia sufre fluctuaciones. Ésta podría adquirirse, construirse en cualquier momento de la vida, pero sus cualidades podrían depender del contexto y la vida útil del individuo. Por lo que una persona no está garantizada para ser resiliente en todas las circunstancias que se le presente enfrentar en la vida (Reivich y Shatte, 2002). Ann Masten (2001), investigadora clínica, establece una diferencia entre fortalezas y resiliencia. Mientras que las primeras se refieren a atributos o cualidades de una persona, como p. ej., capacidad en resolver problemas, o poseer factores de protección, como tener una pareja o familia confiable. La resiliencia se refiere al proceso que permite contar con dichas fortalezas ante situaciones desafiantes. La terapia cognitiva promueve la resiliencia identificando las fortalezas del paciente durante la conceptualización cognitiva (Kuykyen, et al, 2009). Una vez identificadas, podrán ser incorporadas a la construcción de resiliencia del paciente a través de los cuatro pasos del Modelo Personal de Resiliencia (Padesky y Mooney, 2006; Giusti 2009).
Los mediadores cognitivos de la Resiliencia. Estilos atribucionales
Aportes más recientes al concepto de resiliencia son las realizadas por las investigaciones de la Psicología Positiva. Sus iniciadores se encargaron de estudiar las bases del bienestar psicológico y la felicidad así como de las fortalezas y virtudes humanas. Definiendo a la Psicología Positiva como "el estudio científico del funcionamiento humano positivo y el florecimiento en múltiples niveles que incluye las dimensiones biológica, personal, relacional, institucional, cultural y global de la vida." Este enfoque salugénico del bienestar psicológico se desarrolló a través de la investigación de cinco elementos: las emociones positivas, el compromiso, los vínculos positivos, el logro y el significado (Seligman, 2011; Castro Solano, 2012). En la Universidad de Pensilvania, Reivich y Shatte (2002) continuaron el trabajo desarrollado por Martin Seligman (1975) sobre la indefensión aprendida, en un programa de prevención de la depresión. Los creadores del Penn Resilience Program, desarrollaron un enfoque cognitivo de la resiliencia alrededor de la atribución causal y los estilos explicativos mentales como mediadores que podrían sabotear la construcción de resiliencia. Los autores describen las capacidades que posibilitan la recuperación del bienestar subjetivo. El núcleo de estas habilidades y dimensiones se basa en la simple comprensión de que las emociones y los comportamientos no se desencadenan por los acontecimientos en sí mismos sino por la forma en que son interpretados dichos eventos (mediadores cognitivos de la resiliencia). Según los autores, una de las claves para desarrollar la capacidad de resiliencia consiste en aceptar las transformaciones que los cambios plantean. Algunas personas se resisten, negándolas o rechazándolas como injustas, catastróficas, permanentes e inmanejables. Este estilo atribucional pesimista suele llevar a los individuos a un estado de indefensión, que los deja anclados en el resentimiento, la ira, la tristeza y la desesperanza. El estilo atribucional optimista (optimismo aprendido) en cambio tiende a ver las adversidades (como temporarias, limitadas al contexto, y como parte de la vida) desde una perspectiva de apertura mental, una visión más balanceada y creativa. Pero ni la aceptación de la realidad ni la apertura mental constituyen un resultado fácil y rápido de conseguir. Estas capacidades se podrían desarrollar a través de la atención plena (mindfulness), sostienen los autores. La hipótesis de investigación planteada por Friedrikson (2001) en la Teoría de la Ampliación y Construcción de las Emociones Positivas, sostiene básicamente que, cuando aumentan las emociones positivas,la conciencia se expande. Se construyen mayores recursos internos que fortalecen la capacidad de resiliencia. La práctica del mindfulness aumentaría la conciencia de la naturaleza transitoria de los pensamientos negativos, emociones y sensaciones corporales, lo que conduce a respuestas más flexibles y objetivas. Podríamos inferir a la inversa que, cuando la conciencia se estrecha, frente a la activación de intensas emociones como ira, frustración, miedo, una de las capacidades que primero se pierde es la capacidad de mentalización, dando lugar a reacciones explosivas. La conciencia se limita a un reportorio reducido de reacciones de ataque o huida. De modo que pareciera existir una estrecha relación entre el mindfulness, la mentalización y la resiliencia. La capacidad de desarrollar una atención plena (mindfulness), no juiciosa de lo que está sucediendo en el presente, permite desarrollar una amplitud interior de conciencia más positiva y optimista. Podríamos concluir entonces que, el cultivo de la conciencia plena permite ver la vida con mayor amplitud y claridad, responder adecuadamente en lugar de reaccionar y un enfoque atencional necesario para seguir avanzando en medio de los desafíos inevitables de la vida. De hecho, la investigación reciente sugiere que la atención plena es la mejor técnica que se puede utilizar para seguir adelante de manera equilibrada cuando las cosas se ponen difíciles, que es la esencia de la resiliencia.
Mindfulness
El mindfulness (conciencia plena) ha sido una tarea central de la meditación, derivado de los principios filosóficos budistas, e incorporado en las terapias cognitivo-conductuales. Se puede definir el mindfulness como un esfuerzo consciente para describir la experiencia subjetiva en el momento presente, a través de la atención voluntaria, sin ejercer ningún juicio de esta experiencia. Incluye una atención emocional, empática y abierta con respecto a lo que uno piensa, siente y observa, momento a momento (Siegel 2007). Dentro de la terapia conductual dialéctica (DBT) por ejemplo, esta definición se especifica en el proceso de observar y describir la experiencia consciente del self en el momento, y el esfuerzo realizado para observar esta experiencia, aceptándolo de una manera no crítica, enfocándose en los sentimientos sin reaccionar ni actuar sobre ellos.
A raíz de la popularidad del mindfulness y el poder integrativo de las terapias cognitivas, surgen las terapias de tercera generación como una forma de terapia cognitivo conductual basada en el mindfulness o atención plena y la aceptación radical para mejorar la flexibilidad psicológica de una persona en su contexto. La aplicación del mindfulness como intervención para los problemas psicológicos tiene su origen en la década de 1990 con el programa desarrollado por Kabat Zin, Mindfulness Based Stress Reduction (MBSR), para la reducción del estrés en pacientes con dolor crónico y ansiedad. Durante la última década la investigación sobre la atención plena ha aumentado fuertemente. Lineham (1993) integra el mindfulness a la Terapia Dialéctica Cognitiva para Trastorno Límite de Personalidad (TLP); Hayes y colegas (1999) utilizan técnicas de mindfulness en la Terapia de Aceptación y Compromiso. Más recientemente, la Terapia Cognitiva basada en mindfulness desarrollada por Segal y Teasdale (2002) para la prevención de recaídas en depresión. El programa de prevención de recaídas (Bowen, Chawlag, Marlat et al, 2011) de la Universidad de Washington, ha sido reformulado en su marco teórico incorporando el mindfulness a los componentes del programa llamado Prevención de Recaídas basado en Mindfulness (PRBM). De este modo el modelo paso de ser un abordaje de la patología y enfermedad a un modelo más positivo y enfocado en desarrollar una mejor calidad de vida. Además de su aplicación práctica de intervenciones basadas en mindfulness, diversos estudios sobre su efectividad intentan descubrir los mecanismos subyacentes de la meditación en el tratamiento de los desórdenes mentales. El mindfulness esencialmente, propone cambiar la actitud hacia los pensamientos, las emociones y las conductas. Una variedad de estudios neurobiológicos sugiere la hipótesis que la meditación produce cambios en la fisiología del cerebro que están asociados con un mayor enfoque mental, mayor equilibrio emocional y reducen la reactividad a la acción.
El concepto mentalización
El concepto de mentalización (o Función Reflexiva) posee diferentes raíces entre las que cabe destacar la psicología cognitiva (teoría de la mente), la teoría de las relaciones objetales y la teoría del apego. El término mentalización surgió inicialmente de la literatura psicoanalítica a finales de 1960, de la mano de Pierre Marty y de la Ecole Psychosomatique de Paris. Toma un contenido diferente cuando investigadores del desarrollo, en la década de 1990 lo aplicaron a los déficits de base neurobiológica, en el autismo y la esquizofrenia, investigando la teoría de la mente (Grael y Lanza Castelli, 2014). Fue utilizado por primera vez por Peter Fonagy en la década de los 90 de una manera más amplia y lo aplicado a la psicopatología del desarrollo en el contexto de las relaciones de apego perturbadas (Allen y Fonagy, 2006). En la actualidad, ha evolucionado y se ha desarrollado en relación con la comprensión de un número de trastornos mentales.
"Mentalizar" puede definirse como la capacidad para "percibir e interpretar la conducta como estrechamente relacionada con estados mentales intencionales", y se basa en el supuesto de que nuestros estados mentales influyen en nuestra conducta (Bateman y Fonagy, 2006). A grandes rasgos, la mentalización es una capacidad que nos permite tener una representación de nosotros mismos, de nuestro self, como un "agente", es decir, nos permite sentirnos dueños de nuestras conductas y pensamientos. Esta capacidad no es innata, es el resultado de un proceso evolutivo que puede interrumpirse en determinadas circunstancias. Además, la capacidad de mentalización nos permite interpretar las conductas de los otros en función de sus estados mentales (creencias, sentimientos, deseos, etc.). La capacidad de interpretar a los otros en términos psicológicos, llamada por estos autores "función interpersonal interpretativa" (FII) requiere de una robusta actividad mentalizadora y es un proceso eminentemente social, que precisa para su desarrollo de la proximidad de una figura de apego durante los primeros años de vida. Asimismo, una adecuada capacidad para mentalizar es fundamental para la regulación de nuestras emociones. Alguien con una débil capacidad de mentalización resulta mucho más vulnerable a los cambios y a las presiones que se produzcan en el entorno, como puede sucederle a un individuo con trastorno límite de personalidad. Existe evidencia de que los pacientes con esta patología tienen antecedentes de apego desorganizado, lo que conduce a problemas en la regulación del afecto, la atención y el autocontrol. Las disfunciones en la mentalización pueden dar lugar a interpretaciones sesgadas, tanto a nivel de relaciones interpersonales, como a nivel de malestar psíquico y a alteraciones conductuales características, tales como los intentos de suicidio o las auto y heteroagresiones. Los autores sugieren que estos problemas están mediados por una falla en el desarrollo de la capacidad de mentalización.
Mindfulness y Mentalizacion como mediadores para cultivar la Resiliencia
Para Kernberg (2012) el mindfulness es a la terapia cognitiva como la mentalización al psicoanálisis contemporáneo, destacando que ambos conceptos se han convertido en una herramienta objetiva para la investigación de la integración psicológica en el marco de las psicoterapias actuales. Según el autor, existe cierto solapamiento en relación a los conceptos de mindfulness (terapias cognitivas de tercera generación) y el concepto de mentalización (psicoanálisis contemporáneo) en relación a la auto-observación y el énfasis en la reducción de la impulsividad y la reactividad a la hora de enfrentarse a la experiencia afectiva. El mindfulness es en esencia una reflexión sobre la naturaleza de los procesos psíquicos de uno mismo y su estado subjetivo en el momento, e implica una actitud de curiosidad, apertura, aceptación y amor hacia el self. Es una forma de relación que uno tiene con su sí mismo, una forma interna de “auto-sintonización”, que se ha convertido en una importante estrategia técnica de las terapias de corte cognitivo-conductual enfocadas en la reducción del estrés. El contenido de dicha auto-observación incluye sensaciones, imágenes, sentimientos y pensamientos tanto placenteros como displacenteros; la atención se dirige a todo lo percibido en ese momento por parte del self. La atención y percepción de los sentimientos que uno tiene, sin reaccionar a los mismos, y un esfuerzo para verbalizarlos dentro de un marco de tolerancia. Una diferencia importante, sin embargo, sostiene Kernberg, es el hecho de que en el mindfulness la persona realiza un esfuerzo de autobservación consciente enfocado en “el momento”, y en su propio self. No se refiere a la percepción de los demás en cuanto objetos pensantes en relación con el self del individuo. Mientras que la mentalización incluye la consideración de esquemas subyacentes, menos conscientes, y la forma en que la paciente experiencia al terapeuta. La mentalización implica la comprensión del comportamiento del self y del otro como algo con significado, basado en estados mentales intencionados y que tienen un propósito, incluyendo los deseos personales, las necesidades, los sentimientos y las convicciones de ambas partes. Estos estados mentales cambian constantemente durante la interacción, reflejando las influencias mutuas en las relaciones entre el self y el otro. En este sentido,Lineham (2015) señala que, a efectos de mantener el hilo de la atención plena en el tiempo y mantener vínculos duraderos, se ha incorporado al manual original, entre otras, un módulo interpersonal dedicado a las habilidades de atención plena de los otros (mindfulness of others) ya que permanecer sobre enfocado en uno mismo dificulta la empatía y suele ser generador de ansiedad en las relaciones. En otras palabras, la capacidad de regulación emocional no es si no, un proceso de comprensión realista de los procesos mentales de uno mismo, de las experiencias afectivas y cognitivas propias del self, además de la comprensión de tales procesos en el otro, resultando en una capacidad realista, más integrada y profunda para las relaciones interpersonales y sociales.
Teoría de la mente y empatía. Su relación con el cuidado del terapeuta
Uno de los desarrollos más fructíferos de la orientación cognitiva, en palabras de Gómez (1997), ha sido el peso otorgado a las habilidades mentalistas o teoría de la mente, como fundamentos de la empatía, así como precursoras de actitudes terapéuticas y de distintos recursos que facilitan el establecimiento de la relación terapéutica. Resulta evidente la relevancia que tiene para el terapeuta el proceso cognitivo que le permite ser capaz de predecir estados mentales de sí mismo y de los otros y de esta manera anticipar y modificar comportamientos propios y ajenos. Parece difícil imaginar que un psicoterapeuta pudiera trabajar como tal sin disponer de unas mínimas habilidades propias de la teoría de la mente” (Corbella, Balmaña, Fernández-Álvarez, Saúl, Botella y García, 2009). Concluye la autora que, es posible deducir que una mayor complejidad o mayor grado de desarrollo de dichas habilidades facilita la adaptación del estilo terapéutico e intervenciones a las características del paciente. La teoría de la mente del terapeuta da lugar a la habilidad de entender cómo el paciente piensa, siente y actúa, así como la habilidad de anticipar su conducta y sus posibles reacciones ante ciertas situaciones. Dicho, en otros términos, el terapeuta deberá tener un adecuado nivel de funcionamiento meta cognitivo. Estas funciones pueden ser entendidas como el conjunto de habilidades que permiten comprender los fenómenos mentales, operar sobre ellos para la resolución de tareas y para controlar los estados mentales. La definición incluye por ello las operaciones de conocimiento de la mente propia y ajena y las operaciones de regulación, control y afrontamiento de los estados mentales. Estas habilidades desempeñan una función esencial no sólo para poner en acción la empatía sino para autorregular la interacción del terapeuta con su paciente.
En este punto, se plantea hacer una diferenciación entre la empatía en sentido amplio, que se refiere a la capacidad de sentir con los sentimientos de otra persona, no solamente entenderle cognitivamente, sino también ser capaz de identificarse emocionalmente con los sentimientos del otro. Es una combinación de sentir con el otro, y estar preocupado por su bienestar.
La empatía terapéutica se refiere a la capacidad del psicoterapeuta para mantener la empatía, ya no únicamente con la experiencia subjetiva central de sus pacientes, sino que además incluye la tolerancia también con las experiencias disociadas y proyectadas de sus pacientes, en las relaciones interpersonales, y en la relación terapéutica (Kernberg, 2007). El concepto de empatía terapéutica dentro del ámbito de la psicoterapia, señala el autor, corre el riesgo de diluirse si se le confunde con la capacidad ordinaria de sentir con los sentimientos de otra persona. Las implicaciones técnicas de la empatía terapéutica incluyen específicamente la capacidad del terapeuta de poder identificarse con la experiencia subjetiva del paciente, y la de poder identificar, diagnosticar, el “esquema desadaptativo” activado en la relación terapéutica. El foco de atención del terapeuta con el self del paciente y sus vínculos interpersonales, facilitaría la flexibilidad psicológica y el distanciamiento emocional necesario para la identificación del mismo con el otro significativo, favoreciendo el desarrollo de su capacidad empática, en tanto es explorado dentro del marco de una relación de apego confiable y segura. (“confianza epistémica” Bateman y Fonagy (; “experiencia emocional correctiva” Alexander y French (1946); “validación emocional” Lineham).
Claves para la construcción de resiliencia con TCC
La psicoterapia en la actualidad se encuentra frente a una diversidad de diagnósticos cada vez más complejos. La comorbilidad de los diversos trastornos, la enorme proliferación de modelos y abordajes terapéuticos, colocan a la terapia cognitiva en un lugar central por su gran poder integrativo (Fernández Alvarez, 2015). En el contexto de los problemas complejos y recurrentes las intervenciones empleadas en la terapia cognitivo conductual son eficaces para promover la mentalización (Bjorgvinsson y Hart, 2006). El surgimiento de la mentalización como un concepto que une una amplia gama de intervenciones psicoterapéuticas funciona como un concepto puente, al igual que lo hace la alianza terapéutica (Bateman y Fonagy, 2006). Cuando la terapia cognitiva se cruza con la resiliencia, ofrece un enfoque que posibilita una visión constructiva que permite trabajar en la dirección un mayor balance entre el aumento el bienestar, y la disminución del malestar (Padesky, 2006). En este marco, ¿es posible que los terapeutas podamos ofrecer nuevas intervenciones para aumentar y cultivar la resiliencia en el largo plazo? El hincapié en el mindfulness dentro del campo de la terapia cognitivo-conductual constituye un avance significativo de varias maneras: supone que el reconocimiento de enfocarse en la afectividad y la emocionalidad se ha vuelto algo bastante central. Sin embargo, ciertas intervenciones pueden generar efectos contraproducentes en pacientes que presentan una construcción negativa de sí mismos, enraizada en situaciones y experiencias de su infancia o adolescencia, y han forjado esquemas negativos convincentes sobre sí mismos y los otros, menos visibles y más profundos. Experiencias que fueron dejando secuelas emocionales del daño, y que suelen re-experimentar a la luz de situaciones actuales, reactivando las mismas estrategias desadaptativas/disfuncionales en el vínculo terapéutico. La necesidad de apego y de diferenciación crea una tensión inevitable en los vínculos y esa tensión muchas veces es experimentada bajo la forma de extrema desconfianza, provocando una reacción de tipo evitativo y resistencia hacia la terapia y de hostilidad hacia el vínculo con el terapeuta.
En este trabajo se propone que la terapia cognitiva conductual a través del mindfulness (disminución del estrés, regulación emocional) favorece la mentalización (función reflexiva interpersonal) y el desarrollo de la capacidad de mentalización promueve la resiliencia. Las intervenciones basadas en la mentalización parecen ser una consecuencia natural de las tendencias existentes en la técnica psicoterapéutica, que contribuyen a la consolidación de un terreno común en crecimiento en la práctica. Puede ser que centrarse en los esfuerzos para ayudar a los pacientes a describir sus contenidos mentales (pensamientos, emociones, deseos, en lugar de la interpretación del conflicto intrapsíquico) es especialmente útil para permitir que los pacientes con pensamiento restringido e inflexible se vuelvan más reflexivos y flexibles. Lewis (2006) destaca que la terapia cognitiva, el entrenamiento de habilidades mediante la terapia dialéctica de comportamiento (DBT) y la psicología positiva mejoran la capacidad de mentalización. La articulación de dichas intervenciones facilitaría en el paciente la integración de los aspectos más disociados de sí mismo y aumentaría el desarrollo de su capacidad mentalizadora y suy su empatía en el marco del vínculo terapéutico e interpersonal. Desde esta perspectiva más allá de los confines de la especialidad, categorías diagnósticas, patología, o modalidad, integrar herramientas permitiría desarticular narrativas que mantienen el sufrimiento, amplificando los recursos y las capacidades que aumentan el bienestar. En este sentido, y aunque excedan los alcances, de este trabajo, es importante incluir desde el punto de vista clínico, la consideración del abordaje farmacológico y su adherencia al mismo en combinación con la psicoterapia, como un recurso más que posibilita la construcción de resiliencia en pacientes con desregulación emocional. La adherencia a la terapia farmacológica acordada entre el paciente y su psiquiatra fue considerada por los propios pacientes, en el estudio citado (Echezarraga et al., en revisión), como un atributo de resiliencia por considerarlo un factor de empoderamiento a la hora hacer frente a los síntomas de la enfermedad mental.
Intervenciones que aumentan la calidad de la empatía terapéutica.
Dado que existe consenso en que la relación terapéutica es el canal a través del cual transcurre la psicoterapia y por lo tanto es la condición de posibilidad del tratamiento, estamos en condiciones de afirmar que, en casos de desregulación emocional, el terapeuta cognitivo podrá adquirir mayores destrezas para navegar en aguas más profundas. En este sentido podemos concluir que, en línea con los trabajos orientados a la integración de las psicoterapias, los dos enfoques mencionados (MBT, Fonagy y Bateman; MPR, Padesky) podrían ser articulados desde la perspectiva de la construcción de resiliencia.
El Modelo Personal de Resiliencia (MPR) es un programa que aborda la construcción de cualidades positivas para el desarrollo de resiliencia y su influencia en la recuperación. La premisa central de este enfoque es el déficit en los sentimientos positivos del self y del mundo que los rodea. Se propone crear un contexto confiable, más positivo y de validación emocional, para facilitar la incorporación de nuevas micro-construcciones más positivas del self. La actitud terapéutica consiste en guiar al paciente en la identificación de fortalezas existentes para construir un nuevo modelo personal de resiliencia. La utilización de un lenguaje metacognitivo (metáforas, imaginería), suele ser particularmente potente para que el paciente pueda recordar y creativamente incorporar nuevas cualidades positivas. Posteriormente, a partir de la identificación y re experiencia de dichas cualidades, se trabaja en el diseño de experimentos conductuales en el que el objetivo sea permanecer resiliente más que alcanzar la resolución del problema.
El trabajo de Peter Fonagy y col. Mentalization Based Therapy (MBT) y Adaptive Mentalization Based Integrative Therapy (AMBIT) se ha desarrollado más recientemente hacia un enfoque integral para la comprensión y el tratamiento de trastornos de personalidad en diversos contextos clínicos (Fonagy y Allison, 2014). Los autores, intentan ampliar su argumento en relación con la mentalización, postulan que la mentalización podría productivamente ser conceptualizado como el factor común a través de diferentes formas de psicoterapia efectiva. Además, en la comprensión de los mecanismos por los que funciona la mentalización y cómo puede llegar a ser interrumpida, amplían el argumento para abarcar el desarrollo de la confianza epistémica en relación al aprendizaje social en el contexto del apego. La mentalización no sería el foco de la terapia, sino más bien una forma genérica de establecer confianza epistémica - confianza en la autenticidad y relevancia personal de información transmitida interpersonalmente- entre el paciente y el terapeuta en una manera que lo ayude a renunciar a la rigidez que caracteriza a las personas con patología persistente de la personalidad. La premisa central se basa en la idea de que el núcleo del problema para muchos pacientes es su vulnerabilidad a la pérdida de la capacidad de mentalización. Esta vulnerabilidad está asociada a una sensibilidad interpersonal que gatilla la desregulación emocional y la impulsividad. Los autores sostienen que la mentalización en la situación terapéutica permite el establecimiento de la confianza epistémica necesaria entre paciente-terapeuta, con la finalidad de trabajar conjuntamente para liberar al paciente de su inflexibilidad. En el proceso terapéutico la confianza epistémica es una creación colaborativa entre paciente y terapeuta, donde básicamente este abre camino para que el paciente pueda confiar y reavivar su capacidad de aprender y así lograr un cambio en el funcionamiento mental. En resumidas cuentas, concluyen Fonagy y Allison (2014) que, la experiencia de sentirse pensado en terapia nos hace sentir lo suficientemente a salvo para pensar en nosotros mismos en relación a nuestro mundo, y a aprender algo nuevo acerca de ese mundo y cómo operamos en él.
Conclusiones
El concepto de construcción de resiliencia en la conceptualización de la salud mental podría facilitar la progresión hacia un enfoque positivo y salugénico que complementa y equilibra la literatura tradicional que se esfuerza principalmente por aliviar los síntomas negativos y restaurar el funcionamiento del paciente. Las intervenciones con foco en la mentalización y mindfulness se presentan como una propuesta integrativa para alcanzar y mantener la conciencia autorreflexiva cuando esta se pierde, ante la aparición de emociones intensas. Son pocos aun los estudios que documentan su eficacia, sin embargo, indicios clínicos demuestran que las intervenciones basadas en mindfulness y la mentalización son una alternativa prometedora en el tratamiento de los problemas de regulación emocional, en tanto se enfoca en la reducción de los impulsos, la capacidad reflexiva, de auto conciencia del self y del otro. Estas favorecen el proceso de desarrollo de la capacidad de control atencional, reducen el estrés y promueven la resiliencia mejorando los estados positivos del self, en tanto contribuye a la autorregulación emocional y la conciencia reflexiva. La hipótesis propuesta en el trabajo, con foco en las fortalezas y recursos del paciente y sus familias, y en la validación funcional y contextual, favorecería la aplicación efectiva de las intervenciones y lograrían disminuir las barreras que surgen en la práctica.
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